jueves, noviembre 30, 2006

1, 2, 3, 4, 5... (¿Sueñan los androides...?)


Hoy he pasado casi quince horas delante de dos ordenadores distintos y son ya las dos de la mañana pasadas así que me como un yogurt con cuatro valerianas y me meto en la cama. Lo ingerido no hace el efecto esperado y no acabo de encontrar el sueño. Pienso en el trabajo, en el que hice hoy y en el que dejé para mañana. Pienso en la ropa que me pondré. Pienso en la expo de diciembre. Pienso en llegar vivo a enero. Pienso en la playa. Pienso en un vertedero. Pienso en un aeropuerto. Pienso en mis cicatrices, las enumero. La de la operación por la luxación escapular, la de la barbilla por aquel encontronazo, las del accidente, las de las rodillas de toda la vida, la que dejó en la mano derecha aquel concierto, la del labio. Pienso en lo que es vivir solo. Pienso en lo que es vivir en familia y en lo que es vivir con compañeros y en lo que es vivir con pareja y en lo que es vivir en pareja. Pienso en cuerpos pegados, en querer y en amar. Pienso en que no son lo mismo y me pregunto por qué, pero no me respondo porque ya estoy pensando en una noche de hace muchos años en la que tampoco dormimos pero no nos acostamos y sonaba break beat y nada nos importaba una mierda. El break beat deja de sonar y pienso en mañanas frías en pasillos largos, en olor a grafito y tacto de barro fresco, en alguien que una vez fui. Pienso en escribir este post. En enumeraciones. Pienso en cuerpos pegados. Pienso en una oveja masticando una televisión LCD portátil en un vertedero. Aparece otra oveja por detrás y empieza a follarse a la anterior sin que ésta deje de mordisquear los últimos restos del electrodoméstico. Me río solo. Me pongo las zapatillas. Enciendo la luz para cruzar el pasillo. Caliento leche.

martes, noviembre 28, 2006

Express


Estoy con mi madre delante de un On Kawara. Sobre un lienzo negro está pintado en blanco JULY 6,1973. Miramos en silencio. Mis manías profesionales me llevan a analizar la pieza por su perfil. La tela cubre el marco, debe estar grapada por detrás. Leo la leyenda (ese ancla cultural), que para eso está. Liquitex sobre lienzo. 1973, claro. Vuelvo al lado de mi madre y continuamos mirándolo durante unos minutos. Entonces hace una pregunta, aparentemente al aire -¿Usas mucho la olla express que te regalé?-. Me doy por aludido y respondo –Últimamente no tengo mucho tiempo, mamá-. –Pues por eso mismo niño- insiste -los garbanzos los tienes en diez minutos-.

Mi padre viene de otra sala un poco decepcionado porque tenía conocimiento de la presencia de un Richter y se esperaba una pintura, pero en lugar de eso se encontró con un fotomontaje. Mira una pared literalmente tapizada de datos (¿Lawrence Weiner?) con evidente desagrado, pero trata de hacer un comentario constructivo al respecto. –Esto… bueno, en su momento histórico…-. -Qué aburrido, ¿no papá?- le interrumpo. –Si, la verdad es que si- afirma corroborando mis sospechas.

A mi madre el arte no le interesa. Bueno, en realidad si. Le interesa porque sabe que para mi padre y para mí mismo es importante y por eso está aquí acompañándonos (aunque ahora esté narrándome la mejor manera de optimizar el espacio del congelador), pero siempre dio por hecho con naturalidad que se trataba de algo en una órbita distinta a la suya. No lo necesita para vivir y es consecuente al respecto sin que ello genere en ella complejo alguno. Mi padre es voluntarioso, quiere sentir que el arte es algo importante y ha trabajado mucho por ello. Si mi madre me insiste sobre el uso de la olla express, mi padre actúa paralelamente aconsejándome que concentre mis esfuerzos. –No se puede hacer todo en esta vida-. Me gusta pensar que están hablando de lo mismo.

Ahora estamos los tres delante de un Bruce Nauman. Unos tubos de neón montados sobre aluminio representan unos personajes que intermitentemente muestran posturas violentas (se amenazan con un cuchillo y una pistola) y sexuales (presentan sus respectivas erecciones). Pienso en lo extraño que se me hace ser hijo de dos personas.

lunes, noviembre 27, 2006

La última vez que escribo sobre un domingo


Hoy es domingo y me he levanto tarde. Como a la una y media. Esta fiebre no se me acaba de pasar así que desayuno un effergan y un par de galletas y enciendo el ordenador. Miro el correo, las descargas, los conectados al messenger. Después busco el móvil. Un mensaje y dos llamadas perdidas, todo de anoche. Anoto mentalmente lo que tengo que hacer antes de que se me venga el lunes encima y decido que lo más importante dadas las circunstancias es pelarme. Siento que me sobra algo. Mientras barro el pelo me acuerdo de aquel amigo que iba de peluquería en peluquería pidiendo que le guardaran el cabello cortado para hacer una enorme montaña con el. Solía contar con orgullo cómo se emocionó hasta las lágrimas uno de los peluqueros al exponerle su proyecto. Cuando acabo acabo de recojerlo, al ver el montoncito oscuro, me acuerdo de mi difunto gato y de cómo se escondía el día que se lo llevaron los de la veterinaria para sacrificarlo. Cojo una toalla (la azul) y ropa para irme a la ducha, donde permanezco unos veinte minutos bajo el agua tibia, hasta que se me arrugan las manos. Pongo una lavadora, friego los cacharros mientras hago un cuscus con verduras y me bebo una cerveza que agudiza mi dolor de garganta. Como delante del ordenador, compruebo que se descargó la discografía de Sigur Ros y pongo a bajar tres películas de Winterbottom. Tres conversaciones abiertas y algunos mensajes. Leo blogs, El País y el Marca. Una amiga me escribe melancólicamente sobre su domingo (“Domingo, viaje a ninguna parte”, dice). Otra amiga está triste porque perdió sus lentillas y aburrida por otras cosas. Otra me asegura que va a ser un día muy intenso, que está ansiosa por resolverlo y le deseo suerte. Otro me comenta que está contento, que le vino bien salir anoche y enfrentarse con algunos fantasmas. Otro me escribe a mi y a muchos más preguntando por qué nadie le escribe. Otro me manda más trabajo. Le pregunto a un antiguo amigo por cómo están todos, hace tiempo que no los veo. Me responde que igual, que nada cambió, si acaso que tiene un poco menos de pelo y que mañana es lunes. Estamos todos delante de una pantalla, que no es la misma. Detrás de cada pantalla hay una pared. Miro por la otra ventana de mi habitación, la que tiene detrás una ciudad y no una pared, y trato de recordar que hago un domingo aquí sentado, entre esta ciudad y esta pared con dos ventanas de por medio. Me acaricio el pelo, la cabeza. Sigo sintiendo que me sobra algo.

miércoles, noviembre 22, 2006

El sentido de la vida

Encendí la cámara y grabé distraídamente cómo pasaba el paisaje mientras Amal conducía. Aún recordaba cuando aquellos montes eran un verde frondoso y no ese paraje sembrado de troncos calcinados que había ido moldeando durante años el ansia de los ganaderos por poseer mayor cantidad de terreno de pastoreo.

-No ireis a reíros de los viejos-. Al alcalde le preocupaba que el video que iba a acompañar los conciertos del festival de San Juan estuviera centrado en la figura de los ancianos del valle y a mi me tocaba convencerle de que no había de qué preocuparse. –No hay de qué preocuparse Jose Manuel- fue lo único que se me ocurrió decirle. A esas alturas de temporada y de milenio casi no quedaban viejos por la zona, así que tras grabar a mi abuela cocinando un conejo y comer pulpo con cachelos en la feria de Piedrafita nos dirigimos monte arriba a encontrarnos con el tío Aquilino. No tengo idea de quién era tío, pero nos invitó con júbilo a entrar en su pequeño hogar, una modesta construcción de piedra y madera sita entre un barranco y la estrecha carretera que lo separaba del escaso resto de edificaciones que componían el pueblo. Aquilino nos sirvió tinto y chorizo y yo le cedí la videocámara a Amal, que no tenía mayor idea del manejo del instrumento y tampoco muy buen pulso. Pensé que así la grabación quedaría más “artística”, sería la envidia del movimiento Dogma y la plana mayor de la Nouvelle Vague al completo, además de que tener las manos libres me permitiría dar cuenta del chorizo y del vino al mismo tiempo.

A Aquilino, un viejo bajito, rechoncho y enrojecido por el vino, sólo le interesaba un tema. –Bien que las hice cuando pude, antes con nada que se me acercara una se me ponía así- dijo elevando el antebrazo con el puño cerrado –ahora ésta ya no se porta como antes, ya se me pasó- sentenciaba mirando su entrepierna con resignación. – Muchas hice, pero más debería haber hecho-. Ya me habían contado que en su momento fue el Don Juan de la zona, un auténtico semental. Hay una historia que circula por el valle sobre una ahora ancianita que horrorizada ante las privaciones de su cercano matrimonio, el mismo día previo a la boda, buscó desesperada a Aquilino y en un cobertizo gozó por vez última de su libertad. -¿Entonces tu eres el nieto de Concha?- me preguntó con una media sonrisa el viejo cabrón.

Antes de ésto, en el coche, mientras veía por el display de la videocámara como el puntito rojo del Rec parpadeaba sobre el pasar de troncos de árboles quemados, Amal me contaba la historia de Aquilino. El día que hicieron estallar la guerra civil él tenía cuatro años y fueron a buscar a su familia a esa misma casa donde yo me estaba empezando a emborrachar. Allí mismo mataron a su madre, a su padre y a sus cuatro hermanos. Él se salvó porque poco antes a su madre se le ocurrió tirarlo por el barranco que yo estaba viendo desde la ventana. De aquello hacía ya setenta años, pero el barranco seguía ahí.

lunes, noviembre 20, 2006

Fiebre del sábado noche


La cabina del sidecar está rodeada de una hilera de diminutas luces rojas que iluminan una pila de discos y cds, una mesa de mezclas, dos platos de los que sólo uno se usa ya que el otro está cubierto de peticiones (una de ellas muy especial) y el geométrico flequillo de la imperturbable dj, que imperturbablemente se mece como si no lo hiciera, como si no se moviera en absoluto. La cabina del sidecar está en una insospechada esquina, pegada a una pared que a su vez tiene pegado un estante donde pueden asentarse, por ejemplo, dos Voll Damm y un codo que impida tu desplome durante la espera, ya que los ibuprofenos, efferganes, antiinflamatorios, analgésicos y el protector gástrico (¿zantax?) que mezclaste con la cena ya levantaron la cortina de bienestar que te permitió salir de casa para dejar sitio a esa fiebre que te hace empapar sábanas y fundas de almohada y aún así insistes en que el frío de la cerveza sean cristales rotos que castiguen las placas víricas cultivadas en tu garganta. Cada vez más calientes las mejillas, más dulce el aturdimento, más firmemente acodado, más nublados los oídos y más ensordecida la vista, observas con ridícula melancolía clásica y autocomplaciente la arrítmica danza de la fauna de este tugurio abovedado y oscuro, oscuro al punto de apenas permitirte impedir, por no verlo, que ese fornido empleado negro se lleve la otra cerveza, cuestión de la que desiste premiándote con la misma mirada que podría dejársele a un pordiosero en un cajero o a un cocainómano en plena bajada de tensión y eso que sólo fue un gesto y ni abriste la boca para hablarle y no ha visto tu garganta llena de sangre, placas y cristales y seguro que ni siquiera se ha parado a pensar en que él, tu y todos los demás estáis bajo tierra, que el mundo está arriba, que tras pagar dos entradas bajaste unas escaleras para pedir dos cervezas y poder abandonarte en la placidez subterránea de tu enfermedad febril e inclemente. Ahí está, ya salió del servicio. Un cigarro, quieres un cigarro.

jueves, noviembre 02, 2006

Sexo, obviedades y archivos de video (III: tres de tres)


Mucho antes me había descargado Ken Park de Larry Clark. En la película se presentan las historias, en ocasiones cruzadas, de varios adolescentes y sus relaciones familiares en Visalia, una ciudad pequeña y aislada sita entre Los Ángeles y Fresno. Un chico pelirrojo se planta en medio de una pista de skate saca de su mochila una videocámara que coloca de forma que grabe su cara y en su cara su enorme sonrisa justo antes de que se vuele la cabeza con un arma que también había sacado de la misma mochila. Una chica es sorprendida chupándosela a un amigo en su habitación por su padre, un fanático religioso que proyecta en ella la imagen de su difunta esposa y que reacciona pegándole una paliza al él y celebrando una tensa ceremonia matrimonial con ella. Una mujer evita el sexo con su marido porque el único que la sacia es el novio de su hija, de la que envidia su juventud en un nuevo juego de proyecciones. Un padre que canaliza sus reprimidas tendencias homoeróticas abusando de las pesas y la cerveza humilla continuamente a su hijo hasta el día que, completamente borracho y deseoso de un poco de amor, intenta violarlo. Un adolescente asesina a sus abuelos, con los que convive, por hacer trampas al scrable. La visión que se ofrece del género humano es de lo más desconsoladora hasta la última escena (obviando el epílogo, que en realidad es una escena cronológicamente anterior a la primera que se presenta en la película, con lo cual es más un prólogo que se coloca al final con la intención de redondear la historia) en la que se presenta un trío entre tres de los adolescentes. Son dos chicos y una chica, están en la casa de alguno de ellos y se dedican a follar plácidamente haciendo intervalos para hablar de sus preocupaciones, de sus expectativas vitales, de lo que piensan hacer para cumplirlas. Lo hacen juntos o por separado, en ocasiones uno se retira para ojear una revista o sencillamente se queda mirando ensimismado a los otros dos. Tanto por lo que son como por como están hay una sensación plena de tiempo detenido. La luz es muy clara y los baña a través de las cortinas. No da la sensación de que estén experimentando nuevas sensaciones o estímulos nerviosos más potentes o reaccionando ante los conservadores postulados paternos o que se hayan empapado de teorías sesentayochistas acerca de la libertad sexual o que sea producto la desinhibición propia del exceso del alcohol o las drogas. Es mucho más sencillo que todo eso.