martes, septiembre 05, 2006

La canción del verano


Cada vez que vuelvo de un viaje tengo la desagradable sensación de que nada ha cambiado. Cada vez que voy también. El asunto toma cierta gravedad en vacaciones, cuando la gestión del tiempo libre es una práctica institucionalizada, ritual y obligatoria. La gravedad se torna en situación de desesperanza crítica cuando la gestión implica reencuentros con familiares y amistades generalmente abandonados durante el resto del año.

Durante ese resto-del-año pasan cosas. La vida consiste en eso, a uno le van pasando cosas en las que uno tiene mayor o menor responsabilidad hasta que un día sucede la única cosa que desde el principio sabías que seguro iba a suceder. “This journey to death”, que decía el cura de Nortfolk. Esas cosas del resto-del-año, tras un filtro adecuado, pueden resultar “interesantes”. Solía realizar balances de este tipo mientras hacía la maleta o en el trayecto de autobús. Había un cierto entusiasmo en la perspectiva de narrar esas apasionantes historias a aquellos que no pudieron compartirlas conmigo, en demostrar lo que me había cambiado la vida, en subrayar (para qué nos vamos a engañar, la carne del ego es débil y trata de aprovechar la mínima oportunidad) que me había vuelto “un tipo interesante”. También, aunque en menor medida, de realizar un ejercicio recíproco hacia el receptor, una vaga esperanza de interlocución. Llega el momento del reencuentro, han pasado 6 meses, un año o 5 años. La conversación se acaba mucho antes de lo esperado.
- ¿Tu que tal?
- Bien, ¿y tu?
- También.

La distancia separa, y mucho. Viajar sirve para constatar la brecha producida. Uno puede ir a Sumatra, por ejemplo, y darse cuenta de que no tiene forma humana posible de establecer una comunicación con el personal autóctono (esos seres bajitos y amarillentos) que exceda básicos parámetros comerciales. En caso de llevar compañía el viajero (algún día habrá que tomar la romántica discusión de “viajeros vs turistas”) se dedicará a fotografiarlos con cierto espíritu botánico y a recolectar objetos exóticos que puedan decorar la mesilla de noche o el extractor de humos de la cocina. En caso contrario desesperará por encontrar algún compatriota (generalmente alguien con el que se comparte el paquete turístico) con el que poder burlarse en voz baja de esos pobres y ridículos chinitos y con el que poder recordar la gastronomía del país común, siempre mucho mejor. En caso de estar absolutamente solo (viajes de trabajo, de turismo sexual o mixtos) únicamente le quedarán las barras de bar y los servicios de prostitución local para establecer cierto contacto humano. Viajar fomenta el racismo.

No se si es necesario apuntar, pero lo apunto, que cuando hablo de distancia no hablo de kilómetros o de otras alternativas al sistema métrico decimal, aunque Sumatra no le debe quedar cerca a nadie. La distancia, como todo de lo que merece la pena hablar, es una construcción cultural y, por ello, relativa. La cita trágica correlativa: el título de aquella película de Wim Wenders: “Far away, so close”. Grandes ciudades separadas en el globo por kilómetros, idiomas y balances monetarios, y sin embargo poderosamente homogeneizadas gracias a los efectos de la globalización del mercado y, por ende, de la cultura.

Llevo ya una semana en Barcelona y todavía no he sido capaz de deshacer la maleta del todo. Aún quedan dentro la toalla de la playa, la plancha que con tanta ilusión me regaló mi madre (y que veremos si llegaré a estrenar) y unos botines aún sucios de esa especie de cieno que se forma al mezclarse alcohol, tierra, vómitos y cigarrillos. Una última noche de evasión, confesiones impenitentes e incómodas despedidas. Ahora toca volver a empujar la rueda.

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