Despertares (un ataque de existencialismo de saldo lo tiene cualquiera)
suena un despertador / y el da la vida sin ser dios
Antonio Vega.
En mi habitación el frío del otoño entra por un cristal roto. No se porqué no me he preocupado de arreglarlo. En realidad si lo se, pero no voy a hablar de eso.
Lo primero que hago después de oir el despertador es abrir los ojos. Salir de la cama para ingresar en el mundo no siempre es agradable. No sería el primero en comparar el despertar con el nacimiento. Un parto diario. Mi madre dice que fuí un parto difícil, que no quería salir, que ya ahí se veía que el niño no era tonto. Después se pasó la vida diciéndome que aprovechara, que cuando creciera vendrían los problemas, que me iba a enterar de lo jodido que sería todo entonces. Ya debo haber crecido, porque hace años que no me lo dice. Pero todo eso (lo jodido) es después de despertar, o quizá un poco después de eso, al levantarse. En “La vida de las marionetas” de Bergman un diseñador de moda, homosexual y de mediana edad, habla frente a un espejo con los ojos cerrados. En su monólogo se presenta a sí mismo como un niño, se piensa como el niño que era cuando se conoció por primera vez, cuando comenzó a ejercer su conciencia. Pero abre los ojos y ve a un viejo. Un niño vestido de viejo. Un disfraz que trata de atenuar mediante cremas, de olvidar mediante alcohol y de combatir mediante sexo.
Durante una convalecencia en el hospital tuve los peores despertares de mi vida. Tras importantes dosis de nolotil soñaba con situaciones normales, cotidianas, ajustadas a las normas físicas y sociales que contienen a la realidad. Soñaba con lujo de detalles que comía con mis padres, que iba al cine con un amigo, que paseaba. El trauma del despertar consistía en constatar al abrir los ojos que todo aquello era imposible para mi, y que lo que restaba hasta los nolotiles de la noche era un día de mierda. A partir del tercer o cuarto día soñaba básicamente con sexo. La condición de mi frustración se había simplificado para mi y la sofisticación de los sueños de los primeros días se tornó en un básico mecanismo para contrarrestar el dolor del día con el placer de la noche. Pero esto es un caso extremo, y hubo muchos más despertares.
Si Wittgenstein proponía el ejercicio de preguntarse ¿es mía esta mano? (mirando cada uno su propia mano) yo solía cuestionarme la naturaleza del despertador, el primer objeto animado que veía cada día. No tenía grandes motivos para pensar que el despertador fuera mas ajeno a mí que mi propia mano, pero así lo hacía. No acababa de comprender la corporeidad del plástico, ni la procedencia del sonido, ni mucho menos el mecanismo que lo animaba. Tampoco comprendía el sentido de mis propias preguntas al respecto. Estaba claro que no me apetecía levantarme. Después me incorporaba y me quedaba mirando el suelo. El dibujo de los azulejos. Sus pequeños desperfectos, el desgaste sufrido durante muchos más años de los que yo llevaba en vida, los colores en su tiempo vitrificados en algún horno que jamás llegaría a conocer. Sabía que si seguía así no llegaría al desayuno. Ánimo, de cabeza a la piscina de la vida, esa piscina de agua congelada. Taza. Colacao. Azúcar. Hornillo. Cazo. Mechero. Leche. Remover. Una magdalena en la mano. ¿De donde salió esta magdalena?. ¿Cómo hemos llegado a esto?. Evidentemente así no hay quién comience el día.
Si a Proust la visión de una magdalena lo retrotraía inmediatamente a la infancia en un estímulo condicionado digno del perro de Pavlov, a mí mis magdalenas (quizá las de Proust tenían algo especial, o a lo mejor eran muffins) no me decían nada. No conozco a nadie que se haya leído los siete tomos que componen “En busca del tiempo perdido”, pero, al igual que yo, nadie pierde la oportunidad de recordar la dichosa magdalena. Episodio que, por otra parte, se narra en las primeras páginas del primer volumen, de las que yo tampoco pasé. El caso es que las magdalenas no me hablan. O no las entiendo. Un personaje de Cortázar delante de una biblioteca diría algo así como “cuantas palabras para un mismo desconcierto”, pero a mi ya me supera la magdalena. Imaginarme delante de una biblioteca recién despertado me produce vértigo.
Los ataques de desapego a la realidad continúan en el camino hacia donde toque, porque a estas alturas de la temporada siempre toca algo. El colegio, el instituto, la universidad, el trabajo. Las mismas ojeras, el mismo frío olor a humedad de la mañana, la misma mecánica resignada y complaciente dinamizada con alguna cancioncilla martilleando en la cabeza. Cuando pienso en estos tránsitos siempre los veo como el mismo, como el mismo día incluso, como uno solo, hasta que uno llega al final del camino y abre los ojos ante el espejo y se pone a pensar que tiene que arreglar ese maldito cristal o por la mañana se levantará con un buen resfriado. Ningún gesto poético merece un resfriado.
Antonio Vega.
En mi habitación el frío del otoño entra por un cristal roto. No se porqué no me he preocupado de arreglarlo. En realidad si lo se, pero no voy a hablar de eso.
Lo primero que hago después de oir el despertador es abrir los ojos. Salir de la cama para ingresar en el mundo no siempre es agradable. No sería el primero en comparar el despertar con el nacimiento. Un parto diario. Mi madre dice que fuí un parto difícil, que no quería salir, que ya ahí se veía que el niño no era tonto. Después se pasó la vida diciéndome que aprovechara, que cuando creciera vendrían los problemas, que me iba a enterar de lo jodido que sería todo entonces. Ya debo haber crecido, porque hace años que no me lo dice. Pero todo eso (lo jodido) es después de despertar, o quizá un poco después de eso, al levantarse. En “La vida de las marionetas” de Bergman un diseñador de moda, homosexual y de mediana edad, habla frente a un espejo con los ojos cerrados. En su monólogo se presenta a sí mismo como un niño, se piensa como el niño que era cuando se conoció por primera vez, cuando comenzó a ejercer su conciencia. Pero abre los ojos y ve a un viejo. Un niño vestido de viejo. Un disfraz que trata de atenuar mediante cremas, de olvidar mediante alcohol y de combatir mediante sexo.
Durante una convalecencia en el hospital tuve los peores despertares de mi vida. Tras importantes dosis de nolotil soñaba con situaciones normales, cotidianas, ajustadas a las normas físicas y sociales que contienen a la realidad. Soñaba con lujo de detalles que comía con mis padres, que iba al cine con un amigo, que paseaba. El trauma del despertar consistía en constatar al abrir los ojos que todo aquello era imposible para mi, y que lo que restaba hasta los nolotiles de la noche era un día de mierda. A partir del tercer o cuarto día soñaba básicamente con sexo. La condición de mi frustración se había simplificado para mi y la sofisticación de los sueños de los primeros días se tornó en un básico mecanismo para contrarrestar el dolor del día con el placer de la noche. Pero esto es un caso extremo, y hubo muchos más despertares.
Si Wittgenstein proponía el ejercicio de preguntarse ¿es mía esta mano? (mirando cada uno su propia mano) yo solía cuestionarme la naturaleza del despertador, el primer objeto animado que veía cada día. No tenía grandes motivos para pensar que el despertador fuera mas ajeno a mí que mi propia mano, pero así lo hacía. No acababa de comprender la corporeidad del plástico, ni la procedencia del sonido, ni mucho menos el mecanismo que lo animaba. Tampoco comprendía el sentido de mis propias preguntas al respecto. Estaba claro que no me apetecía levantarme. Después me incorporaba y me quedaba mirando el suelo. El dibujo de los azulejos. Sus pequeños desperfectos, el desgaste sufrido durante muchos más años de los que yo llevaba en vida, los colores en su tiempo vitrificados en algún horno que jamás llegaría a conocer. Sabía que si seguía así no llegaría al desayuno. Ánimo, de cabeza a la piscina de la vida, esa piscina de agua congelada. Taza. Colacao. Azúcar. Hornillo. Cazo. Mechero. Leche. Remover. Una magdalena en la mano. ¿De donde salió esta magdalena?. ¿Cómo hemos llegado a esto?. Evidentemente así no hay quién comience el día.
Si a Proust la visión de una magdalena lo retrotraía inmediatamente a la infancia en un estímulo condicionado digno del perro de Pavlov, a mí mis magdalenas (quizá las de Proust tenían algo especial, o a lo mejor eran muffins) no me decían nada. No conozco a nadie que se haya leído los siete tomos que componen “En busca del tiempo perdido”, pero, al igual que yo, nadie pierde la oportunidad de recordar la dichosa magdalena. Episodio que, por otra parte, se narra en las primeras páginas del primer volumen, de las que yo tampoco pasé. El caso es que las magdalenas no me hablan. O no las entiendo. Un personaje de Cortázar delante de una biblioteca diría algo así como “cuantas palabras para un mismo desconcierto”, pero a mi ya me supera la magdalena. Imaginarme delante de una biblioteca recién despertado me produce vértigo.
Los ataques de desapego a la realidad continúan en el camino hacia donde toque, porque a estas alturas de la temporada siempre toca algo. El colegio, el instituto, la universidad, el trabajo. Las mismas ojeras, el mismo frío olor a humedad de la mañana, la misma mecánica resignada y complaciente dinamizada con alguna cancioncilla martilleando en la cabeza. Cuando pienso en estos tránsitos siempre los veo como el mismo, como el mismo día incluso, como uno solo, hasta que uno llega al final del camino y abre los ojos ante el espejo y se pone a pensar que tiene que arreglar ese maldito cristal o por la mañana se levantará con un buen resfriado. Ningún gesto poético merece un resfriado.
11 Respuestas emocionales:
Tienes toda la razón. A mi también me pasa lo mismo.
Un día, casi sin saberlo, me condicionaron cual perro de Pavlov identificado profundamente con ese aludido escritor Francés que vivió también durante el mismo cambio de siglo que su amo. Y me condicionaron no con la “pâtisserie” francesa, sino más bien con la de estirpe anglosajona. Se parecen a las galletas, pero no lo son. Son mejores. Proust siempre me pareció un terrible enfermizo, un maravilloso heredero, pero eso de los pastelitos me parecía propio de un escritor entrenado en los psicotrópicos (¿sino de dónde tanta atención al detalle?). Pero un día eso cambió y ahora no sé que hacer, porque miro al espejo y ese bigotito me queda horrible y ese bucle que cae sobre mi frente y que me ha traído un éxito rotundo cuando camino por Christopher Street no me deja reconocer quién está ahí atrás del azogue, intoxicado de sus humos, soñando noche a noche con las calles de Minamata por arterias, por la vena cava y la vena pulmonar, por la aorta misma. Pero hay un atolladero terrible en estas arterias y el tráfico no avanza porque esto no es simple colesterol, sino que son barricadas de migajas de un pastel cuyo sabor es pura sinestesia, porque me deja un regusto al “hit single” de The House of Love de su álbum epónimo de 1990. Y yo se que no soy ni quiero ser Proust.
P.S. Lindo post.
Recuerdo el olor de mi escuela, en invierno temprano por la mañana, humedad y frío, olía a zotal, a sueño, a soledad y aislamiento.
Bryce Echenique tiene un cuento delicioso sobre la Magdalena de Proust, creo que se llama "Magdalena peruana".
Un placer leerte.
asi me siento todas las mañanas, cuando estoy entre dormida y despierta con la angustia de saber que en cualquier momento sonara el despertador
en ese caso... el despertador vendria a ser mi magdalena y queda claro que mi condicionamiento no es nada feliz!!!
¡Eso es terrible Yuna! Podrías probar a tratar de despertarte con una magdalena y mojar el despertador en el colacao.
Me sigue llamando la atención ver como hay quién pueda sentirse identificado con las pajas mentales de uno. Quizá no estemos tan solos.
despertarme con una magdalena seria maravilloso, sobre todo porque soy una comelona empedernida. Por otro lado seria divertido remojar el despertador en el colacao, quiza asi lo ridiculizo y termino matando mis angustias.
Ridulizar despertadores es un deporte de lo mas sano. No pierdas un segundo.
jajajajajaja
Yo de niña también sentía el frío entrar por ese cristal roto. Creo que se equivocan quienes piensan que todo se joderá en la edad adulta. Yo siempre quise ser mayor.
Qué bien escribe usted, caballero. Da gusto leerlo.
Abrazo desnudo.
cuidado con los cristales rotos...manderlay...nosotros los facemos....te quedas anonadado frente a una magdalena y te llaman "salvador de gorrinos"...me quedo contigo en la lectura infinita infinitesimal de proust, pero conozco casos extremos que han llegado al cuarto volumen...mi madre incluso asegura haber completado la hazaña, pero a las madres con quererlas es suficiente...sigo disfrutando con tus desarrollos armonicos, que placer!
Publicar un comentario
<< Home