viernes, septiembre 29, 2006

Berlín, Texas


El día que llegué a Berlín, años atrás, de las más de cuatro millones de personas que vivían allí yo no conocía a ninguna. Desde el avión las luces de la ciudad dibujaban un plano caótico e interminable. Es posible que sintiera ansiedad y miedo. Es muy posible que estuviera ilusionado.

En el aeropuerto me recogió alguien que tenía una extraña relación parental con la chica con la que hacía el intercambio, el hijo que tuvieron su padre y una hija de su madre con un matrimonio anterior, o algo así. El tipo tenía prisa. Corrimos con las maletas hasta su pequeño coche, que lanzó cual bólido a través de mi primera noche alemana, subimos corriendo las cuatro plantas que separaban mi nueva vivienda del suelo y denegó mi invitación a un Rioja mientras bajaba a toda prisa por las escaleras.

La primera conversación que tuve en alemán fue en un supermercado. Creo que estaba un poco aturdido por haber pasado más de hora y media tratando de averiguar que es lo que había dentro de los envoltorios, qué podía ser comestible de todo aquello, porque cuando la cajera me interrogó por si tenía un penique suelto ‘¿einen Pfennig?’ yo no me enteré de una mierda a pesar de que había estudiado alemán casi un mes entero antes del viaje. Ella insistió varias veces hasta el punto de sacar un penique de la caja y blandirlo violentamente muy cerca de mi nariz mientras gritaba, y juro que gritaba: ‘¡¿einen Pfennig?!’. No se si llegué a darle el puto penique a aquella zorra. Toda la cola me miraba. Yo me miraba los pies mientras salía del supermercado y pensaba en encontrar algún modo de conseguir comida sin la necesidad de hablar con nadie.

Faltaban dos semanas para que empezara el curso, algo que expliqué a mis padres con la excusa de que me vendría bien tener tiempo para hacerme con la ciudad antes de que me pusiera a estudiar como un loco, pero la verdad es que me moría de ganas de largarme de mi Sevilla natal. Me levantaba temprano y salía a caminar buena parte del día, en ocasiones con alguna ruta pensada, pero generalmente derivando. De aquella andaba obsesionado con Guy Debord y las guías psicogeográficas, que están muy bien cuando uno no tiene nada que hacer, lo que era exactamente mi caso. Por la tarde volvía a casa y, al no tener tele ni ordenador, me ponía a leer o a dibujar o a pintar. Al fin y al cabo se suponía que para eso estaba allí. Por buenas que hubieran sido mis calificaciones en la universidad no acaba de encontrar una justificación válida para que el estado me pagara una mensualidad por estar allí haciendo eso. Más tarde, al conocer estudiantes nórdicos, me di cuenta de que lo mío no era nada.

Pasé tres días que se podrían calificar de felices, pero el cuarto empecé a sentirme raro. A la noche me di cuenta de que llevaba cuatro días sin hablar con nadie, cosa que jamás me había pasado en la vida, y de que sentía cierta angustia. Esa noche me llamó mi madre, había conseguido una tarifa plana para poder llamar a cualquier lugar de Europa un cuarto de hora diario. No se si me notó algo en la voz o si era para amortizar el servicio, pero a partir de ahí me llamaba todas las noches. A las ocho y media. Antes de descolgar dejaba que el teléfono diera cuatro tonos para que no notara mi ansiedad. Alguna vez, tras colgar, me ponía a llorar.

Vivía en la calle Schliemann Strasse, en Prenzlauer Berg, un barrio joven del Oeste, sembrado de patios interiores, parques infantiles y con un pequeño pero encantador friedhof-park (cementerio-parque) al que me gustaba ir a leer. Allí solían ir también madres con recién nacidos, paseaban los carritos entre los setos y las lápidas mientras dejaban a los niños mayores jugando en los columpios. Una vez mantuve una breve y naif conversación con una de ellas sobre un dibujo que estaba haciendo en el que su hijo de tres años jugaba sentado en una tumba. No lejos de mi casa estaba el campo del Hertha Berlin, y con él los campos de entrenamiento de las categorías inferiores. A falta de televisión me gustaba ir a ver los partidillos. Solía llevarme un recopilatorio de poesía de Felipe Benítez Reyes que me había regalado mi novia, que me odiaba por haberme marchado a Alemania y no pensaba gastarse un duro en llamarme, algo que, en cierto modo, me tranquilizaba. El libro no me daba la calidez que yo le demandaba, pero eso no era culpa de Benítez Reyes, que mezclaba su ‘poesía de la experiencia’ con el olor a óxido que desprenden las farolas a causa del salitre marino que impregna el aire de su Rota natal. Una calidez que si encontré cuando un día dejé el libro dentro de la mochila y me puse a jugar al fútbol. De tanto que lo repetían, aprendí que ‘weiter’ significa ‘adelante’. Fútbol directo. Seguí llevando el libro, pero no lo volví a abrir.

Aunque no llegué a conocer a los más de cuatro millones de habitantes que tenía Berlín de aquellas, si conocí a suficientes para volver con la sensación de que en esa ciudad todo el mundo estaba solo. Estaba Gerald (al que le encantaba que le llamara Geraldo), tantas veces divorciado a pesar de su juventud, en realidad enamorado de Cuba. Estaba Luis, del que aprendí el vitalismo que habita en la excentricidad y el precio que hay que pagar por ella. Estaba la pequeña Arianne con sus demonios interiores. Estaba Peter (pronunciándose Pèta) con sus demonios interiores y su bote de spray negro. Estaba Uli con su irreprimible homosexualidad reprimida. Estaba Ricardo con su fabuloso Citroën 2CV, siempre sonriendo, siempre dispuesto. Estaba Anne con su hijo y sin el padre, que no estaba. Estaba Miguel y sus pinturas mexicanas. Estaba aquella chica que tenía los ojos iguales a los de la protagonista de ‘El resplandor’, con el mismo miedo, el mismo desconcierto. Estaba Leiko y su maternal respuesta a la enfermedad. Estaba Jose María, su tupida barba y su cincel, como un Miguel Ángel vasco fuera de lugar y de tiempo. Estaba Joao y su incontenibilidad hacia las mujeres. Estaba Suna, aunque la conocí aquí años mas tarde. Estaban Lothar con su mal humor y sus clases y Katharina con su buen humor y sus clases. Por allí estaba yo también, claro.

Hace nada comentaba con una amiga (esta conversación fue la que me llevó a escribir este post, que se me ha estirado de forma grosera) que Barcelona, con sus mas de millón y medio de habitantes sin contar las áreas metropolitanas, estaba llena de gente sola a diferencia de, por ejemplo, el pueblo de mi abuela materna. Por descontado que no quiero idealizar la visión de la vida rural, que personalmente evitaría por cualquier medio, muerte incluida. No creo que haya muchas personas por aquí, aunque alguna seguro que si, que lleguen a pasar cuatro días seguidos sin cruzar palabra con nadie pero si que es cierta la existencia del desarraigo masivo (del que participo) direccionado hacia las grandes urbes en pos de cumplir con ciertos objetivos profesionales y lúdicos o sencillamente con el propósito de huir y disolverse en la masa. Se podría considerar una descripción extensiva (que no extensa) y quizá justificante de este fenómeno la lapidaria sentencia de un personaje de ‘La posibilidad de una isla’ de Houellebecq: ‘nacemos solos, vivimos solos y morimos solos’.

Aquella novia que me odiaba (y que ya no me odia, no tanto porque volví de Alemania como porque ya no es mi novia) vive ahora en El puerto de Santa María, muy cerca de Rota, donde sospecho que sigue viviendo Benítez Reyes y donde mis padres no hace mucho se compraron un apartamento en primera línea de playa, donde huele al óxido que desprenden las farolas a causa del salitre marino que impregna el aire. En una pared del salón del apartamento tienen enmarcada y colgada una pintura que hice durante esas dos primeras semanas en Berlín, y que no se de donde sacaron, porque no recuerdo haberla traído de vuelta. Es un autorretrato en el que muy vagamente se distingue la que fue mi habitación. Una cama a ras de suelo, un jarrón azul con dos enormes flores de plástico naranja y un espejo en el que se ve una difusa figura con vaqueros y camiseta blanca, que soy yo. Yo entonces.

15 Respuestas emocionales:

Blogger Max said...

Recuerdo escuchar el “soundtrack” de Der Himmel ubre Berlin” hace siglos. Fue en otra ciudad y era otro el yo que también se dedicaba al “dérive.” Creo que hoy también, pero mis trayectorias son otras, porque estoy más con Deleuze en estos días, como quien lo lee por las calles de Filadelfia, aquí en NY. Estudié alemán, porque tuve una novia germánica que me hizo sentir mejor cuando creí que me hizo sentir peor cuando terminamos. Pero yo no me daba cuenta, porque no leía mucho a Debord ni a Deleuze. Tampoco leía tu blog. De seguro me hubiese iluminado.

2:11 p. m.  
Blogger María Esquitin said...

Me gustaría ver ese cuadro. Yo, que he vivido lejos de todo y de todos, creo que es horrible eso. Esa sensación de desarraigo es dolorosa en ocasiones, y acabas echando de menos estupideces cotidianas que te sacan de quicio. La gente está muy sola, y es triste, porque parece que están todos en una estación de tren a las cinco de la mañana: camino de ninguna parte, persiguiendo un sueño que sólo trae tristeza.

8:12 p. m.  
Blogger Cristina Crisol said...

Pues Alex, sólo decirte que no veo nada negativo en lo que cuentas, ni desarraigo ni nada, cuando se crea esa sensación es para darte cuenta de que estás fuera y de que realmente es una vivencia hiperbuena. Joder, qué vamos a hacer quedarnos en nuestro pueblo siempre, no lamentar nada... no pensar en que el tabaco Fortuna es mejor que el Gitanes, no cantar una saeta cuando menos te lo esperas aunque no sepas ni lo que es...
Que sí, que el CIELO ESTÁ SOBRE CUALQUIER CIUDAD, y siempre se mueve entre los pantones azulados.
Los ángeles caen, están, y se mueven, menos mal.
Tampoco voy a pelotear ahora tu escritura. Gusta, y punto.
En el puente del 12 de octubre estoy en Barna para ver al Che, podría ser un cielo sobre el que vernos...

12:53 a. m.  
Blogger andrés said...

me gusta el método de Max para responder.
Max: curiosas evocaciones, por el tema de los paralelismos, en el fondo me agrada que los textos tengan algo de magdalena, cosa que no depende de uno sólo, claro. Estás siempre invitado a la pastissería, que dicen por aquí. Vamos a rondas.

Mari: toda una city girl como tu... ¿y si no son nuestra civilización, cuál es entonces? No te digo si lo se, prefiero que me lo digas. La aludida cita sospeché que podría crear algún conflicto, por lo deprimente de la misma. Es eso, una cita, y siquiera de un escritor, sino de uno de sus personajes. Prefiero no creérmela tampoco.

María: el cuadro es feísimo, pero mis padres me quieren mucho y el marco que le pusieron no está nada mal. Tengo un amigo que trabajaba en el mundo del teatro, vida bohemia y alegre, viajes, amigos excéntricos. El año pasado se volvió a su pueblo. Yo, por mi parte, no estoy seguro de si no estoy lo suficientemente lejos de mi "pueblo". Hay gente para todo, pero salir siempre da perspectiva, ¿no?.

Cris: Haces bien en llamarme Álex hoy, que es sábado. Me lo pasé de puta madre en alemania, y esos primeros días fueron bien especiales. Y me lo busqué yo solito y me lo sigo buscando, mi madre insiste para que vuelva, me manda ofertas de trabajo y concursos y becas, pero no le hago mucho caso. El cielo está en cualquier ciudad, pero no en todos los bares. Quizá un bar sea un buen lugar para octubre...

11:14 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

No me preguntes por qué, no tengo nada en contra de ninguna región, pero cuando he leído "Sevilla" como tu ciudad de nacimiento, algo en mi interior ha sonreído y ha comprendido no sé muy bien qué, pero ha comprendido, te lo aseguro, la esencia de un sentimiento que no podría definir. Y no me refiero a nuestros mensajes blogosferiles sino a aquellos primeros en otro medio.

Me he identificado tanto con todo lo que cuentas que mejor me callo ya. Para qué ser reiterativa. ¡Bah!

Abrazo orgiástico.

7:00 a. m.  
Blogger María Esquitin said...

La distancia de perspectiva, y no necesiaramente tenemos que estar en nuestro pueblo, pero si en nuestro lugar en el mundo, ese que a veces es un laberinto.

1:33 a. m.  
Blogger Luz G said...

empiezo a entender y estamos más cerca de lo que creía.
hay mucho de adaptación básica en esos 4 días sin palabras, son necesarios para un cambio tan radical de vida.
Kundera describe esos parques cementerios de Europa del Este, que tu incluyes de pasada, como algo ya asumido pero que a mí me ha llamado tanto la atención. Tengo muchas ganas de verlos.
Sabes mirar.

8:53 a. m.  
Blogger andrés said...

Nuestra civilización es nuestro constructo personal (¿público, privado, íntimo?). ¿Nos hace esto islas?. No me lean a Valente por favor, no me lo lean, que acabaremos encriptados. Sevilla, far away o so close, tiene un color especial, Sevilla sigue teniendo su duende / me sigue oliendo a azahar / me gusta estar con su gente. Siempre odié los farolillos a lunares, una feria en la que todo el mundo tenía su caseta en el mundo, o no la tenía y miraba la fiesta desde fuera, por encima del hombro del portero. Una feria con forma de laberinto o de espiral o de un cementerio cubierto de albero con setos resecos rodando de un lado para otro, entre botellas de fino y manzanilla y vasos de plástico fino. A propósito de microcosmos, están todos invitados.

12:52 p. m.  
Blogger andrés said...

mmmmmmmmm
va a ser eso...
civilizaciones con forma de islas con forma de pecas. ¡That's the microcosm theory!

5:36 p. m.  
Blogger Luz G said...

Sevilla en feria me vuelve Jano bifronte: misántropa o falsa, dependiendo de mi nivel etílico.
Mi constructo personal me hace, sin embargo, sentirme muy a gusto cuando me siento extranjera, incluso en Sevilla (y míra que me cuesta)

6:00 p. m.  
Blogger andrés said...

El que no corre vuela, y el que no está hecho un Jano Brifonte es porque tiene más caras todavía.
Con respecto al exilio, dando una tortuosa vuelta de tuerca, me quedo (como uno que yo me se) con el poema de Nicanor Parra:
Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.

El primero era español y el segundo nicaragüense y el resto es un lío muy gordo que contó uno mejor y antes que yo.
El nivel etílico, como la moral, hay que llevarlo siempre alto, siempre arriba, por mucho que cueste, incluso en Sevilla.

P.D: Estoy al borde de las lágrimas viendo como un post sobre Berlín acaba en una discusión sobre Sevilla, voy a que me de el aire, ahora vuelvo, no paren.

6:21 p. m.  
Blogger Luz G said...

:)
Yo creo que hablas de mucho más que Berlín. Cuentas de tu vida y de otras vidas enajenadas (alienus), extranjeros todos.

Qué buen rollito me da este blog.

En Enero es posible que vaya a Berlín, una casualidad, fíjate.

9:08 p. m.  
Blogger andrés said...

Las casualidades no existen. Y si, la clavaste, esto es un(a) Alien-nation. De buen rollito en buen rollito y tiro por que me toca.

9:37 p. m.  
Blogger Para, creo que voy a vomitar said...

Yo sería incapaz de irme a un país o una ciudad extranjera sin conocer a nadie. Me daría pánico..., y te repito que me llevo bien con mi soledad (aunque parezca cotnradictorio).

Fijate, me he angustiado al leer tu relato, que menos mal que has puesto una lista de personas que conociste, pq te veía en tu habitación hablando solamente con algunas vocecillas de tu interior en plan esquizofrénico.

1:45 p. m.  
Blogger O de FLANEURETTE said...

ya empieza el baile de coincidencias..
1-nacidos en sevilla, tauros
2-guydebord et le flaneurs
3-en mi unica visita a berlin nos alojamos en casa de amiga justo enfrente del estadio de futbol
4-amigo amigo tambien se llama felipe benitez, aunque vive en caceres
5-cuatro dias sin hablar con nadie?me parecen incluso pocos

etc etc...y el relato alargante, como una escena a camara lenta que va desgranandose con mucha nitidez, para acabar impregnandolo todo con una melancolia chinarra muy muy intensa...de humor negro, alien-igneo y veraz...yummy!

por cierto, estoy con max en lo de deleuze, vaya pedazo crack!

4:03 a. m.  

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