miércoles, abril 04, 2007

Un día de estos voy a celebrar mi cumpleaños

En la tienda, junto con el vino y las cervezas, me decido por una bolsa de cortezas Matutano. El paquistaní anota las bebidas mecánicamente, pero se entusiasma visiblemente ante la bolsa. -Paquete nuevo, paquete nuevo –dice con una enorme sonrisa. Tiene razón, es la primera vez que veo ese envase, plateado. –Lo trajeron hoy –me informa. –Es muy bonito –le contesto antes de pagar. De vuelta a casa echo un vistazo a los cines Melies, que todavía no cambiaron la programación. Estoy algo más tranquilo, comer con mis compañeros de trabajo me intranquilizó un poco pero empieza el fin de semana y tengo algunas cosas que hacer, aunque no se por cual empezar. Supongo que en eso consiste ser adulto, las cosas siguen siendo igual de intrascendentes pero la decisión y el resultado de hacerlas corre por cuenta propia. Eso denominado responsabilidad. Aunque hace poco leí que uno no llega a la madurez hasta que no sufre una gran pérdida. Alguna he sufrido, pero nada grave. Todo llegará. Al pasar frente al restaurante gallego veo un enorme cartel en el que se anuncia el comienzo de la temporada de lamprea. Hace poco leí algo en internet. Son unos peces prehistóricos con aspecto de gusano y una boca succionadora llena de dientes con la que se aferran a las piedras mientras se reproducen. La forma habitual de cocinarla es en su propia sangre. En la escalera me encuentro con el casero, cosa que suele suceder, y me dice algo sobre la factura de la luz que olvido con tanta facilidad. Después hace una pregunta algo más indiscreta -¿Su novia se fue? -. –Hace tiempo, mañana le pago la factura- le respondo mientras sigo comiendo las cortezas. No se me ocurre ofrecerle.

martes, marzo 13, 2007

poesía de mierda


-No conozco impotencia más amarga
que la de no poder poseerlas a todas,
ni alegría que pueda compararse
a aquella que produce
conseguir los favores de una sola
-Tu y tu poesía de mierda
-No es mío, es de Vicente Gallego, el tipo que…
-Si, ya, el que escribía en el vertedero. Normal que le salgan poesías de mierda.
-Muy gracioso. En serio te digo, me siento un poco así. Eso de “conseguir los favores” es lo que más me gusta. Una vez conseguido… no se, como que me doy cuenta de que no es para tanto. Frotar carne con carne. Creo que me va más el tonteo que otra cosa. Me las follaría a todas, pero cuando cae alguna como que tengo la sensación de que el sexo es una cosa de lo más idiota, que no merece tantas preocupaciones.
-Los cacahuetes están manidos. ¿Viste la camarera? Menudo polvazo.
-Y bien que lo sabe la muy cerda. ¿Pido otra?
-Claro. Entonces, si no te entusiasma ¿Qué cojones sigues buscando en las tías?
-El mechero. No se, creo que hecho de menos un interlocutor. Alguien que esté siempre ahí, que construya una vida conmigo, alguien con quien compartir. Yo podría hacer la compra y ella plancharme las camisas, por poner un ejemplo. Alguien con quien hablar de mi trabajo, que me ayude a elegir la ropa, alguien con quien viajar, alguien que siempre me diga lo bueno que estoy… un amor, en definitiva.
-No te lo pierdas, se está agachando por servilletas. Lleva un tanga rosa.
-Joder. ¿De verdad escribía en un vertedero?

lunes, marzo 05, 2007

Strangers than Paradise (una de paralelaje)

Anticipándose a nuestra más que probable intención de ir a dormir, V decide que vayamos a la playa. Ante la ansiedad de V, P y yo nos acabamos el whisky camino al coche. Pasamos por mi casa, donde cojo una toalla y un bañador y me encuentro con mi vecino, que ha salido al oir mi puerta y que me recuerda una factura de la luz pendiente. –Ahora mismo no me viene muy bien –digo, algo aturdido por el encuentro. V ha puesto el Zooropa de U2 y habla muy animado de como vender al hotel donde trabaja un antiguo proyecto que acabamos de enseñarle. P lo anima y hablamos de presentaciones, porcentajes y derechos registrados mientras los grabo con la videocámara. El sol luce ya implacable. Me siento bien, no quiero proyectos. –I went out walking / under an atomic sky – canta Johnny Cash. Me duermo mientras veo pasar naves industriales. Zanussi, Serox, Porcelanosa, Seat.

Cuando me despiertan ya estamos en una urbanización de Gavá. Me calzo las gafas de sol y el sombrero de P. Pasamos frente a un club deportivo con pistas de pádel. “Seis a tres.” Pac, pac, pac. “Saco.” Son como las diez, el club está lleno, pero la calle también. Son gente que ya ha dormido. Frente a nosotros, en el único aparcamiento que queda en la calle, para un Chrysler. Salen un hombre, una mujer y dos niños vestidos con ropa deportiva. Cojen unas mochilas del maletero y se dirigen hacia la playa, como nosotros. Si no teníamos nada que ver con ellos, en la playa las camisas y las americanas nos acaban de delatar, pero nadie parece darse cuenta. Nadie nos mira o nadie nos ve. Nosotros miramos a las chicas y hacemos los comentarios de rigor. V si podría parecer uno de ellos. V tiene coche, está bronceado, va al gimnasio y su bañador no le queda pequeño como a P ni grande como a mi. Dejo las cosas sobre la toalla y me acerco a la playa. Pienso en que pasé la noche diciendo idioteces, usando esa ironía cada vez más entrenada que me protege de los enfrentamientos, que me separa de las confesiones. El sol pega duro y juraría que mi piel es blanca y fina como un folio de ochenta gramos. Me apetece bañarme, meto el dedo gordo del pie en el agua. Está congelada. La maldigo y me vuelvo a dormir a la toalla.

Hemos comido pollo asado, suena Nacho Vegas, me he quemado ligeramente, la sensación es placentera. V habla de sus planes en Venezuela. Nos cuenta que allí el dinero parecería más y las chicas son más calientes. No se me ocurren mejores motivos. P también tiene planes, pero no sabe muy bien donde desarrollarlos. Miro la carretera. Llevo tres años y medio aquí. Seat, Porcelanosa, Serox, Zanussi. Siento que, en este mismo momento, algo ha terminado y algo empieza, pero no tengo ni idea de el qué ni porqué.

miércoles, febrero 28, 2007

de paso (juntos o revueltos)

En el asiento de atrás hay un negro que no para de hablar en un altísimo y afectado tono de voz en un idioma que no reconozco. A su lado hay otro negro que no para de asentir. Las valerianas no sirven para nada, ni siquiera de placebo. Tampoco el medio litro de cerveza que bebí antes de subir al autobús. Mi compañera de asiento, una anglosajona rosada con una sudadera que reza St. Andrews’s College, está leyendo las primeras páginas de Lunar Park. Veo dos posibilidades de acercamiento: hacerle notar la graciosa coincidencia entre el nombre del college y el mío propio o hablar de lo que está leyendo, de la tormentosa relación entre Easton Ellis y su padre, un personaje acomplejado, violento y retrógrado que generó la mayor parte de la ira y el desprecio por el género humano que rezuman libros como el que tiene entre las manos. Cruzamos una tímida mirada y decido centrarme en la televisión. Es la última de La Pantera Rosa. Afortunadamente no tiene sonido abierto, aunque me planteo comprar unos auriculares (1€, al lado del conductor). El inspector Clouseau conduce a toda velocidad por las calles de París de forma que en una curva se desprende la sirena, que impacta violentamente contra la cabeza de una anciana vestida de forma esperpéntica. La acción continúa, pero me quedo pensando en el más que seguro traumatismo craneoencefálico de la vieja, en el hospital, en las reacciones familiares. Hay murmullos irónicos cuando el conductor vuelve a insistir en que nadie se descalce. Ciertamente, apesta. Sospecho de los mochileros del fondo. La guiri levanta la cabeza interesada y aprovecho para comentarle que me gustó el libro que está leyendo. Ante su mirada pétrea se lo repito en inglés, a lo que responde “yes?” con una igualmente pétrea media sonrisa. No vuelve a mirarme en lo que queda de trayecto.

No es obligatorio salir del bus en la parada de Esteras de Medinaceli, pero decido estirar las piernas. A un lado de la carretera está el parador con esa especie de restaurante-supermercado y al otro asoman las escasas casas del pueblo anticipando el inmenso paisaje de los campos de Castilla. La luz crepuscular perfila el ondulado paisaje, contrastándolo con las nubes anaranjadas que devienen en jirones violáceos a medida que se alejan del sol que empieza a esconderse. Supongo que debería ser algo suficiente para tener una intensa experiencia estética o sentimental, digno de una poesía o algo así. Tardo poco en dirigirme al restaurante, donde me tomo un café con leche viendo los resúmenes de la jornada de liga.

En The Passenger hay una charla entre Jack Nicholson y el hombre al que suplantará, que está mirando el desierto de Sahara desde la terraza. El segundo le pregunta al primero si le gustan los paisajes. – Me gustan más las personas- responde Jack. – En los paisajes también hay personas- le acaba replicando.

El tránsito no tiene sentido en sí, sólo quiero dormirme para que pase lo antes posible, llegar y dejar que la vida siga. De las veces que realicé este trayecto sólo recuerdo aquella en la que fui acompañado. Probablemente, por haber escrito, recuerde también ésta.

martes, febrero 20, 2007

el planeta de los simios


¿Para qué sirven los hombres? El biólogo especializado en medicina nuclear Michel Djerzinski se hace esta cuestión en el momento de plantearse un nuevo paradigma reproductivo en la raza humana. Las pulsiones masculinas pueden saciarse con competiciones deportivas o, en el peor de los casos, con la necesidad de “hacer avanzar la historia” por medio de revoluciones y guerras fundamentalmente. Para Djerzinski una sociedad regida por el rol femenino (de carácter maternalmente conservador) sería mejor a todas luces. Los cambios históricos se producirían con mayor lentitud pero sin el absurdo y traumático sufrimiento que causa cotidianamente la vanidad y violencia innata del género masculino. Partiendo de tales planteamientos y habida cuenta del desarrollo de la genetica a principios del s.XXI es fácil imaginarse que es lo que se le pasaba por la cabeza a Michel.

Aunque el término chimpancé se aplica comunmente al pan troglodytes se trata de un género que incluye también a otra especie, el pan paniscus, comunmente conocido como bonobo. Las diferencias entre ambas especies son muy significativas. El primero, de mayor tamaño y fuerza física, practica una estructura social jerárquica piramidal donde la cúspide la ocupan los machos dominantes a través de conductas agresivas hacia sus congéneres que van desde el enfrentamiento violento entre los machos hasta la eliminación de las crías masculinas (potenciales competidores) con probados episodios de canibalismo incluídos. La práctica patriarcal incluye el sometimiento y posesión exclusiva de las hembras. Por contra, los bonobos practican una sociedad matriarcal en la que el poder está repartido horizontalmente donde las hembras ostentan un estatus superior. El sexo tiene un protagonismo absoluto, siendo practicado de forma continua y absolutamente diversificada, incluyendo todas las prácticas imaginables (sexo en grupo, homosexualidad masculina y femenina, sexo oral...) sin mediar sentido posesivo alguno. La resolución de conflictos suele darse por medio de encuentros sexuales (como forma de liberación de tensiones o pago de una deuda) y las crías son protegidas por igual por todo el grupo al no ser pertenecientes de ningún clan o familia específica. Ambas especies tienen una proximidad genética al ser humano cercana al 100%.

Mi madre estaba viendo un fragmento de un programa de Laura Bozzo cuando la llamaron por teléfono y se enteró de que su compañera de trabajo en el hospital había intentado suicidarse por ingestion masiva de ibuprofenos al enterarse que su marido, cirujano, tenía un affair con el anestesista. Ya había tenido noticia de infidelidades con otras mujeres, pero no pudo soportar que ésta vez fuera con un hombre. Para mi sorpresa, mi madre se mostró comprensiva ante tal desesperación. En la television dos gorilas (del género de los que custodian puertas de discotecas) trataban tímidamente de separar al enrabietado marido de una rolliza mujer de aquel que acababa de declararse como su amante. La lógica socio-sentimental de las relaciones humanas y su infinita capacidad de generar dolor se escapaba, una vez más, de mi entendimiento.

lunes, febrero 12, 2007

Entre copas (de la ternura socialdemócrata)


- Estoy apático
- Ya

En la pantalla del garito proyectan una película. Un tipo vestido de tirolés que me recuerda mucho a Terrence Hill fustiga a un viejo con flequillo y bigote hitlerianos. El viejito está de pie, follándose al ritmo espasmódico de los latigazos a una chica encadenada. El camarero, de impecable traje negro, me cobra nueve euros por cada gin tonic.

- Que hijo de puta - digo antes de sentarme, pero J no me presta la más mínima atención y sigue con su monólogo.
- Es este inconformismo. Nunca estaré contento. La gente me ve bien, muchos me envidian, algunos me admiran. Pero ellos no saben. Yo no me gusto. No tengo ganas de nada. Desidia absoluta.
- Es típico en este mundillo, ya se te pasará

El tirolés, tras usar una polla de goma, ha comenzado a sodomizar al homólogo hitleriano con la suya propia. Suena una canción francesa. Jacques brel, creo. Le recito a J una serie de tópicos acerca de la imposibilidad de la felicidad en el mundo postcontemporáneo (la soledad, la exigencia, la inestabilidad, la castración de los afectos, la realidad de la vejez y la muerte) para que se sienta comprendido y así tratar de aliviarlo un poco, pero su mirada extraviada me dice que sigue sin escucharme.

- Hubo un tiempo que me volví paranoico. Creí que me había vuelto loco y que ya no se me iba a pasar. Esto nadie lo sabe.
- Es normal, tarde o temprano nos pasa a todos - Inmediatamente le hablo sobre las ventajas de contar las cosas moderadamente, ya que las debilidades expuestas acaban usándolas contra uno. El tirolés tira una piraña del tamaño de un atún a la bañera donde se está divirtiendo Hitler. El agua se tiñe de rojo. Una pareja sentada frente a nosotros se muere de la risa.

- He pensado en el suicidio
- ¿Y quién no? - me enciendo otro cigarro. En la pantalla un tipo vestido de Policía Montada Canadiense con un hacha clavada en la espalda atraviesa a otro con una sierra eléctrica. Un par de chicas desnudas se abrazan aterrorizadas. Inmediatamente se muestran excitadas y empiezan a lamerse los pezones. Se que no tiene arreglo. Le recomiendo que haga deporte, que tome vitaminas, que no lea mucho, que trate de no estar solo. Pido dos copas más.

jueves, febrero 08, 2007

Este vals, este vals, este vals, este vals,

Esto es algo que sucede algunas mañanas. A través de la ranura que dejan las puertas (entrecerradas o entreabiertas) de la ventana de mi habitación se cuela el reflejo del exterior que se proyecta invertido sobre la blancura del techo, donde se pueden ver pasar los difusos reflejos de los coches que circulan por calle Aragó. Casi todos los vehículos son blancos, pero también los hay rojos, azules y amarillos. Por el tamaño se pueden distinguir los camiones y las furgonetas. El efecto siguiente es de una dulce hipnosis acompasada por la cadencia cíclica que les marca el semáforo de la esquina. Dos blancos, uno rojo, uno blanco, uno azul, silencio.

Algunos días he tenido la suerte de pasarlos metido en la cámara estenopeica en la que se transforma el cuarto. Contando coches, contando colores. Así sin más, encerrado en mi propio Chott el Djerid .El único indicativo de que existe el tiempo es la inclinación que va tomando la proyección hasta desaparecer.

Algún día de agosto de 1999 estaba con un amigo en la noria de Viena mirando los mismos puntitos negros que cincuenta años atrás miraran desde el mismo lugar Joseph Cotten y Orson Welles en esa conocida escena de “The Third Man”. No llegamos a preguntamos sobre los problemas deontológicos de eliminar aquellos insignificantes y ajenos puntitos animados en beneficio propio. Ni yo era el corrupto Harry Lime ni él era el escritor de novelas baratas Holly Martins, pero juraría que los puntos si eran los mismos. Al menos eran exactamente iguales. Nuestro único crimen fue dejar un par de caricaturas nuestras rotuladas en la ya rotuladísima cabina que espero volver a ver algún día.

Un día, en plena sesión de cámara estenopeica, junto con el sempiterno reflejo de los vehículos entró en el cuarto el sonido de un violento frenazo y un posterior choque. Después las sirenas. Las manchitas dejaron de pasar por unos minutos. Hasta que pasó una blanca, una azul, dos blancas, una roja, silencio.