lunes, diciembre 11, 2006

La lavadora de Mozart

Ya es tarde para cambiar. Debí haber elegido el pan tomaca en lugar de la mayonesa pero ya estoy viendo como la mujer a cargo del bar (absolutamente vacío), una china con la que tuve serias dificultades para comunicarme, está cortando el pan y friendo el lomo. Es el único local abierto que encontré. Inesperadamente suena Delerue, algo que sucede en mi cabeza cada vez que tengo un ataque de hipocondría melancólica, por lo que lo achaco en principio a la inteligencia artificial propia de mi banda sonora interna, pero pronto me percato de la verdadera fuente de la que proviene la música. El primario tubo catódico del televisor colocado al fondo del local transmite un anuncio de L’Oreal protagonizado por Jane Fonda, que algo dice mientras su imagen se va intercalando con la de una crema facial. Debe tener el doble de edad que la china que me está haciendo el bocadillo, pero tiene mucho mejor aspecto, quizá por el set de luces, por la postproducción digital, por Delerue o incluso por la crema. Trato de no prestar mucha atención, principalmente porque no quiero sustituir la imagen de Jane con setenta por la de Brigitte con veinte cuando vuelva a escuchar la pieza. Ya bastante tengo con que cada vez que suena el Bolero de Ravel me sienta incitado a comprar una lavadora o con las ganas de un afeitado perfecto que despierta en mi el Réquiem de Mozart a causa de los estragos que puede hacer la publicidad a base de estímulos condicionados, estímulos quizá de la misma naturaleza del que en este momento me hace pensar que Jane tiene mucho mejor aspecto que la china que me está sirviendo el bocadillo, a la que probablemente dobla en edad. Termino y le pago con dinero y una sonrisa antes de marcharme.

Es día festivo, la calle está desierta y el manto de agua que la cubre parece indicar que un diluvio arrastró a todo individuo que pudiera haberla transitado. El frío me activa mientras camino. Me siento bien. No lo aparenta, pero todo es real.

martes, diciembre 05, 2006

Crónicas marcianas


Al acercar la llama al cigarro me di cuenta de que estaba a punto de encenderlo por la boquilla. Lo acababa de sacar de una cajetilla de Camel junto con otros dos que ofrecí respectivamente a mi amigo y a un tipo con muy mal aspecto que por alguna razón que se me escapaba nos estaba hablando. El hip hop unido al hecho de que en todo el día sólo hubiera comido un sándwich de atún con mayonesa y algunas cervezas y todo esto unido a su vez a que fuera ya por mi tercer gin-tonic hacía que las palabras de aquel pobre diablo, ya de por si afectadas por el alcohol que él mismo había ingerido, fueran para mi un murmullo ininteligible. Algunas cosas sueltas si que entendía. –Pasé mi veinte cumpleaños en la cárcel- balbuceó con acento argentino. –Eso fue en el 68- puntualizó. Bonita fecha. Yo le asentía a todo lo que decía (tanto lo que entendía como lo que no) mientras trataba de recordar cómo fue mi 20 cumpleaños o qué estaba haciendo en el 68. No tuve éxito. La siguiente frase respondía a un giro temático en la conversación. –…,allí están las tías más buenas de Argentina…-, yo asentía mientras lamentaba la irreversible pérdida de mi 20 cumpleaños pero seguía apercibiendo algunas de las cosas que decía como: -…fue subiendo y me cogió la polla y…- Empecé a sospechar que se tratara de la versión antipática y porteña del tío Aquilino, pero no dejé de asentirle por ello.-…entonces llegó su hermana pequeña…-. Asentí una última vez antes de que una chica le pidiera fuego, acción que le hizo desviar toda su atención. No volvió a dirigirse a nosotros.

A las tres de la mañana, con objeto de vaciar el local, cambiaron la música por algo que yo creí reconocer como parte de la banda sonora de 2001 y empecé a sentir cierta rabia hacia mi caprichosa memoria, siempre atenta a los datos inútiles. Esa película se hizo en el 68, el año que aquel tipo tan imaginativo (llegó a afirmar que él abrió el bar, quizá tratando de demostrar que su poder iba más allá de su potencia viril) cumplió 20 años en la cárcel (algo haría, pensé) y también el año que en París pasaron algunas cosas (disturbios, Sartre, ausencia de protección en las relaciones sexuales). Eran estupideces que difícilmente iba a olvidar mientras que seguiría sin acordarme de mi propio veinte aniversario. Pero no estaba convencido, más que nada porque no tengo mucha idea de música, así que aturdido por el alcohol y descontextualizado hasta las lágrimas por la sinfonía, me dirigí hacia la barra y le espeté al camarero: -¿Ligeti?!-. La cara de incomprensión (y miedo, me atrevería a añadir) con que me obsequió parecía que iba a bajarme a tierra definitivamente pero desde mi flanco derecho se dirigió hacia mi una voz plena de dulzura. -¡Mahler!- resolvió con acento alemán. Mientras me hablaba, probablemente en mi idioma, me mostraba entusiasmado una serie de CDs del mismísimo Mahler, algo que sólo un lunático podría hacer un sábado noche. Quizá fueron sus ojos serenos y arrugados y sus rasgos orientales los que me hicieron acordarme de Sergei, amigo de mi amigo, pintor con nombre de cosmonauta que dice que nació en la Antártida y cuenta que cuando era niño se construía submarinos unipersonales para viajar de una isla a otra y también que se haría uno para navegar bajo las aguas de la Barceloneta si no fuera porque se precisa un permiso municipal para ello. -¡Un permiso!, ¿puedes creerlo?- fue lo que le dijo a mi amigo.

Ya no quedaba nadie aparte de los camareros cuando salimos a la calle. Mahler se iba atenuando según nos alejábamos, ingrávidos, del bar.