lunes, enero 29, 2007

El Dorado


La noche anterior al domingo, justo antes de salir por la puerta, saqué una dorada a descongelar.

La verdad es que no fue una buena semana. La somatización fue alimenticia. La dieta se redujo a latas de atún, mayonesa, pan de molde, tabaco y pastillas (las del botecito amarillo para aguantar el día, las del azul para no tener que aguantar la noche). El fin de semana, donde se sumaron los habituales consumos nocturnos, acabó de sumirme en un estado depresivo, una semi-inconsciencia nihilista del que sabe que no hay nada más fácil que estar vivo y que no tiene mayor sentido tratar de hacer nada productivo con el tiempo propio. Para qué usurpármelo yo, ya se encargarán de eso el lunes.

El domingo me encontré con ese intento de chaleco salvavidas en forma de dorada descongelada producto de mi tan espontáneo como ingenuo acto de disciplina. Limpié la cocina, la nevera y los cacharros. Corté un tomate en rodajas de un dedo de anchura, dos patatas con la (aproximadamente) mitad de ese grosor y una cebolla en aros. Con medio dedo de aceite de oliva en la fuente, coloqué primero el fondo de patatas, después los tomates y finalmente los aros para acabar salando y metiéndolo todo en el horno que previamente había encendido para que fuera tomando temperatura. Puse la dorada en la tabla y la abrí en canal. Inmediatamente se derramaron sus vísceras. En vano traté de entender como esa viscosa masa podía haber funcionado como un mecanismo que le otorgara vida al animal. Por su tamaño (pequeño) deduje que había sido criada en una piscifactoría, hacinada con otras criaturas similares entre paredes de cemento. Tiré las vísceras a la basura, lavé el pez, lavé mis manos y abrí una cerveza. Esperé a que el fondo se hiciera un poco, abrí el horno y, tras sazonarla, puse la dorada en la fuente. No le quité la cabeza. Al fin y al cabo iba a comer sólo y no tendría que disculparme (como John Huston en Chinatown) por mi gusto por servir el animal entero.

Una vez pesqué una trucha. Yo era niño. Fue en una pequeña piscifactoría que tenía mi tío a las afueras de un pequeño pueblo de El Bierzo. El agua literalmente bullía de peces. Yo prefería ir a ver el buitre que tenían escondido y amarrado en el ático del caserón, pero me pusieron una caña en la mano y me limité a aguantarla. A veces la movía un poco. Tardó más de lo esperado pero uno de los peces acabó mordiendo y lo saqué del agua como pude. El animal se asfixiaba mientras todos me felicitaban. Nada hubiera sido más difícil que no pescarla.

Me quedé mirando al pescado mientras se enfriaba. La verdad es que no tenía mucha hambre.

viernes, enero 26, 2007

los otros

El festival de videoarte Loop 2004 estaba patrocinado por Donut, que había puesto un stand en el hall del hotel donde se celebraba el evento. Estaba al fondo de una sala comiéndome mi cuarto donut frente a un video en el que se intercalaban imágenes de un antiguo programa infantil sobre el cuerpo humano con otras de un documental sobre insectos cuando empezó a hablarme el tipo que tenía al lado: - Adoro los insectos. Y ahora viene lo mejor, se posó una mosca sobre la pantalla y tuve que espantarla-. En efecto, ahí apareció la sombra de una mosca y de una mano espantándola. Se oyeron risitas entre el desconcertado público. El autor, una especie de doctor chiflado de maneras nerviosas, siguió comentándome la jugada: -No, no, no, no, no. Lo mejor es ahora. Ahora-. Fundido a negro. Todos nos quedamos esperando a que sucediera algo, mirando fijamente la pantalla que nos reflejaba. –Adoro cuando se quedan mirando sus propios caretos- confesó muerto de la risa. Yo miraba como mi reflejo trataba de aguantar una carcajada y de no atragantarse con el donut.

Por alguna razón la gente suele hablarme de forma espontánea, sin intermediar provocación. A mi me gusta dejarlos hacer. Quizá tenga cara de “buena persona” o quizá cierto carácter complaciente que incita a la expresión del otro y que me lleva a pensar en John Voight. John Voight no se parece físicamente a mi pero tiene cara de “buena persona” en Midnight cowboy, donde interpreta a un prostituto dedicado más en cuerpo que en alma al placer ajeno mientras suena de fondo el Everybody's Talking At Me de Harry Nilsson, con una letra que bien podría ser la voz en off del sujeto de mi identificación.

Viendo Funny Games el protagonista se dirigió a mí en varias ocasiones para irme consultando sobre mis inclinaciones acerca del desarrollo de la película, que consiste en mostrar un juego en el que éste tortura a una familia. Se da el caso de que una amiga, fotógrafa especializada en retrato, cuando me conoció me dijo que (salvando las distancias) tenía cierto parecido físico con Arno Frisch, el protagonista. Es algo que también me suele suceder, a la gente le recuerdo a otra gente. Pero sigo con Funny Games. La apuesta de Haneke de implicar al espectador en el macabro juego tenía en mi cierta afectación personal por aquello de la identificación física. Como si tuviera la pantalla apagada y aquello fuera mi propio reflejo (y no con cara de “buena persona” precisamente) con lo que la lógica me podría llevar a pensar en una proyección que me cuestiona, desde su condición de representación, por mis propios deseos. A diferencia de lo que canta Harry Nilsson aquí sólo me hablaba una persona. Dejé que mi álter ego acabara de torturar a aquella inocente familia mientras me comía un plato de lentejas.

lunes, enero 22, 2007

tres gardenias para mi


No hay cobertura dentro del bar, así que salgo a la calle y marco el número. Frente a mi hay un cartel que está escrito con tizas de colores y anuncia una fiesta con un listado de grupos, cada uno con una tipografía distinta. Está frente a la boca de una alcantarilla que también parece anunciar algo. Fiesta, alcantarilla. La dulce voz enlatada de una señorita me anuncia que el teléfono al que llamo parece no tener cobertura y me insta a que lo intente más tarde. Se que no me va a contestar, pero igual le pregunto: -señorita, ¿fiesta o alcantarilla?-.

Horas atrás, con ánimo lánguido, en una tasca de la Barceloneta pedíamos un litro de sangría para nosotros y una cerveza para ella. Especulamos sobre los ingredientes de la sangría. Un jamón serrano se mece al lado del televisor que está emitiendo un partido de fútbol juvenil y que miro intermitente y distraídamente.

Horas después nos regalamos rosas y la camarera, divertida, se ofrece a ponerlas en agua. Reímos y nos grabamos y nos sacamos fotos y nos hablamos como si no fuéramos a volvernos a ver. Palabras precisas, absurdas, impunes. Yo, tu, él, ella, nosotros. Lo que hicimos, lo que queremos hacer, lo que posiblemente haremos, lo que andamos haciendo. El trabajo, el arte, el dinero, la aventura, las facturas y el irpf, la estabilidad y el apoltronamiento, el valor y el talento y la fe, triunfar, sembrar patatas, triunfar sembrando patatas, el absurdo perfil de Chile, el inquietante perfil de España, el sirénico canto de las playas del otro lado del otro océano, la ayahuasca y el reencuentro, la mini dv y el auto-reconocimiento, la antártida y el submarino pendiente, libros, la dorada al horno, la amistad, la enemistad, las caderas, el sexo (oral, banal, nasal), el amor, la ropa interior, la introversión, la enfermedad, los analgésicos y los antidepresivos, la televisión por cable, el miedo, el tipo que nos mira riéndose desde la barra. Estoy perdiendo la paciencia tratando de averiguar donde coño tiene el zoom la videocámara cuando involuntariamente derribo el vaso que contenía las rosas y con él el agua que las mantenía agónicamente en vida y que ahora se derrama lentamente sobre el mostrador. Afortunadamente no le di al gintonic.

Al salir, tambaleándonos, vemos cerca de la extraña pareja que forman el cartel y la alcantarilla a una mujer paseando un carrito que muy posiblemente contiene un bebé y que viene a recordarnos que es mucho más temprano de lo que pensábamos. Vuelvo a llamar y se lo comento a la señorita de la voz enlatada que, como era de esperar, no me responde nada acerca de la obvia descompensación temporal. Tampoco sabe si la cámara tiene zoom. Volvemos, rosas en mano, cantando ridículas canciones que nunca aprendimos y de las que no nos volveremos a acordar.

lunes, enero 15, 2007

Michael Ende deja fiado

Frente a la cafetería una enorme máquina con ruedas de cadena alisa la brea caliente que asfaltará el cruce. La dirige un individuo con un casco y un peto fluorescente, que está de pie sobre ella, como quien cabalgaría un dinosaurio. El dinosaurio emite un chirrido agudo continuo. He pedido un café con leche y un donut y he cogido el Sport mientras a mi derecha un hombre habla casi gritando a otro, que se muestra impasible. Se le oye claramente presentando el problema sobre el tono continuo de la máquina: “Me lo querían quitar todo y ahora me dicen que fue un error tras meses de juicios” A pesar de la exacerbada alteración de su voz y su cara enrojecida el receptor del discurso sigue sin inmutarse, quizá estoico, quizá ausente, mientras el otro expone su queja: “¿Quién me paga ahora el tiempo que he gastado en todo esto?” es en ese momento cuando su postura deja de ser de airada altanería y concluye cabizbajo con una nueva pregunta “¿Qué les puedo decir? Nada. Esos te mandan tres inspectores y te joden vivo. Quien más y quien menos tiene sus cosillas ¿Quién no tiene algo que ocultar?”

Kafka no pasa de moda. En “El proceso”, tras un primer momento de desconcierto, el detenido acaba aceptando su culpa sin siquiera preguntarse a qué está referida. Imagino al temido trío de inspectores con impecables trajes grises y sombreros de hongo. Quizá fumando puros como los hombres grises de Momo, consumiendo un tiempo que el afectado de la cafetería sentía que se le adeudaba y que tasaba económicamente, siempre atentos a la señal de un dedo acusador que los catalice.

El camarero, los otros dos clientes y yo observamos silenciosamente como el dinosaurio se desplaza con lentitud. La luz, acorde con el ruido de la máquina, es intensa y metálica, absolutamente impropia para estas alturas de año. Pienso en el cambio climático y el deshielo de los casquetes polares mientras juego con los posos del café. Cuando voy a pagar veo que solo tengo 23 céntimos en la cartera. Mi embarazosa carencia es una prueba de que el fin de semana existió, de que esta cartera es la misma cartera de la que sacaba el dinero el sábado y de que me cuesta aceptarlo. Hay un cajero automático en la esquina.

martes, enero 09, 2007

contraventanas

Me apoyo en la barandilla y siento en mis manos la rugosidad causada por la oxidación a través de los años. Una muestra más de la racanería de mis caseras, esas viejas urracas, que en realidad me beneficia ya que un perfecto estado de la misma probablemente sería síntoma de un alquiler más caro, cosa que muy probablemente impediría que yo estuviera aquí, ahora, apoyado.

El boulevard que veo desde el balcón es de reciente construcción. Está compuesto por una zona ajardinada, una hilera de árboles y otra de bancos orientados hacia mi casa allí donde hace menos de un año había dos carriles de un mismo sentido con un tránsito incesante. Los bancos están llenos de viejos y el conjunto me sugiere una especie de tren-geriátrico que nunca se decide a partir. Los bancos no se mueven, pero los viejos tampoco mucho. Hay una pareja que mantiene exactamente la misma posición que poseían cuando los vi por primera vez, unas dos horas atrás, y que parece tener la firme intención de conservar hasta que acabe el día. Están en el mismo banco en el que me senté aquella mañana tras una noche en la que, al no hacerme caso nadie, acabé manteniendo una estéril conversación con una reproducción de la dama de Elche. Esa mañana decidí no entrar en casa, quedarme en el boulevard y fumarme medio paquete de chesterfield mirando fijamente, cuasi-hipnotizado, como amanecía sobre las oxidadas barandillas de los balcones de mi vivienda, fácilmente distinguible por la perenne bombona de butano vacía, esa boya naranja intenso que flota entre un mar de ventanas.

Me gusta vivir solo, pero hoy me alegré de ver, llegando por el boulevard, que había luz en el cuarto. Y aceleré el paso.

jueves, enero 04, 2007

dancemos, dancemos, malditos

Cuando era pequeño jugaba a dejar marcas pensando en visitarlas años más tarde. Un tres de marzo podía hacer una muesca en una baldosa del camino al colegio y decidir visitarla tal día como ese, un tres de marzo, pero de 6 años después.

Leo en un periódico que, hartos de todo, los mismos que hicieron arder París este verano celebraron la entrada del nuevo año al grito de ¡no al 2007! Lejos de resignarse ante la evidencia de la inevitable llegada del mismo, lo primero que gritaron tras las campanadas fue ¡no al 2008! ¡no pasará!

En fin de año ninguno gritamos consigna alguna mientras bailábamos, pero mis complejos me llevan a pensar que esa noche de confeti, tabaco, alcohol, drogas, confesiones impenitentes, camisas estrenadas y botines gastados forma parte de la misma pataleta de negación del futuro que vivo periódicamente cada vez que vuelvo por mi Sevilla natal. Tampoco quemamos ninguna hilera de coches, ni siquiera un triste cajero automático. En la fiesta la combustión es personal, intransferible y tan inevitable como el 2007 que recién nos acoge. Pasto de las llamas las camisas se consumen, los gintonics se evaporan y las palabras se carbonizan. Pero antes de esto uno puede tratar de apearse del tren, de aparcar los deberes y los deseos, de desconectar el móvil, de obviar el correo, de comer precocinados, de cagarse en la madre de Proust, de dejar de escribir. Bastante ingenuo es plantear una tregua como para siquiera pensar en una paz. Todo sigue moviéndose y hay una muesca en alguna parte hecha un día que no recuerdo que certifica mi error.