viernes, septiembre 29, 2006

Berlín, Texas


El día que llegué a Berlín, años atrás, de las más de cuatro millones de personas que vivían allí yo no conocía a ninguna. Desde el avión las luces de la ciudad dibujaban un plano caótico e interminable. Es posible que sintiera ansiedad y miedo. Es muy posible que estuviera ilusionado.

En el aeropuerto me recogió alguien que tenía una extraña relación parental con la chica con la que hacía el intercambio, el hijo que tuvieron su padre y una hija de su madre con un matrimonio anterior, o algo así. El tipo tenía prisa. Corrimos con las maletas hasta su pequeño coche, que lanzó cual bólido a través de mi primera noche alemana, subimos corriendo las cuatro plantas que separaban mi nueva vivienda del suelo y denegó mi invitación a un Rioja mientras bajaba a toda prisa por las escaleras.

La primera conversación que tuve en alemán fue en un supermercado. Creo que estaba un poco aturdido por haber pasado más de hora y media tratando de averiguar que es lo que había dentro de los envoltorios, qué podía ser comestible de todo aquello, porque cuando la cajera me interrogó por si tenía un penique suelto ‘¿einen Pfennig?’ yo no me enteré de una mierda a pesar de que había estudiado alemán casi un mes entero antes del viaje. Ella insistió varias veces hasta el punto de sacar un penique de la caja y blandirlo violentamente muy cerca de mi nariz mientras gritaba, y juro que gritaba: ‘¡¿einen Pfennig?!’. No se si llegué a darle el puto penique a aquella zorra. Toda la cola me miraba. Yo me miraba los pies mientras salía del supermercado y pensaba en encontrar algún modo de conseguir comida sin la necesidad de hablar con nadie.

Faltaban dos semanas para que empezara el curso, algo que expliqué a mis padres con la excusa de que me vendría bien tener tiempo para hacerme con la ciudad antes de que me pusiera a estudiar como un loco, pero la verdad es que me moría de ganas de largarme de mi Sevilla natal. Me levantaba temprano y salía a caminar buena parte del día, en ocasiones con alguna ruta pensada, pero generalmente derivando. De aquella andaba obsesionado con Guy Debord y las guías psicogeográficas, que están muy bien cuando uno no tiene nada que hacer, lo que era exactamente mi caso. Por la tarde volvía a casa y, al no tener tele ni ordenador, me ponía a leer o a dibujar o a pintar. Al fin y al cabo se suponía que para eso estaba allí. Por buenas que hubieran sido mis calificaciones en la universidad no acaba de encontrar una justificación válida para que el estado me pagara una mensualidad por estar allí haciendo eso. Más tarde, al conocer estudiantes nórdicos, me di cuenta de que lo mío no era nada.

Pasé tres días que se podrían calificar de felices, pero el cuarto empecé a sentirme raro. A la noche me di cuenta de que llevaba cuatro días sin hablar con nadie, cosa que jamás me había pasado en la vida, y de que sentía cierta angustia. Esa noche me llamó mi madre, había conseguido una tarifa plana para poder llamar a cualquier lugar de Europa un cuarto de hora diario. No se si me notó algo en la voz o si era para amortizar el servicio, pero a partir de ahí me llamaba todas las noches. A las ocho y media. Antes de descolgar dejaba que el teléfono diera cuatro tonos para que no notara mi ansiedad. Alguna vez, tras colgar, me ponía a llorar.

Vivía en la calle Schliemann Strasse, en Prenzlauer Berg, un barrio joven del Oeste, sembrado de patios interiores, parques infantiles y con un pequeño pero encantador friedhof-park (cementerio-parque) al que me gustaba ir a leer. Allí solían ir también madres con recién nacidos, paseaban los carritos entre los setos y las lápidas mientras dejaban a los niños mayores jugando en los columpios. Una vez mantuve una breve y naif conversación con una de ellas sobre un dibujo que estaba haciendo en el que su hijo de tres años jugaba sentado en una tumba. No lejos de mi casa estaba el campo del Hertha Berlin, y con él los campos de entrenamiento de las categorías inferiores. A falta de televisión me gustaba ir a ver los partidillos. Solía llevarme un recopilatorio de poesía de Felipe Benítez Reyes que me había regalado mi novia, que me odiaba por haberme marchado a Alemania y no pensaba gastarse un duro en llamarme, algo que, en cierto modo, me tranquilizaba. El libro no me daba la calidez que yo le demandaba, pero eso no era culpa de Benítez Reyes, que mezclaba su ‘poesía de la experiencia’ con el olor a óxido que desprenden las farolas a causa del salitre marino que impregna el aire de su Rota natal. Una calidez que si encontré cuando un día dejé el libro dentro de la mochila y me puse a jugar al fútbol. De tanto que lo repetían, aprendí que ‘weiter’ significa ‘adelante’. Fútbol directo. Seguí llevando el libro, pero no lo volví a abrir.

Aunque no llegué a conocer a los más de cuatro millones de habitantes que tenía Berlín de aquellas, si conocí a suficientes para volver con la sensación de que en esa ciudad todo el mundo estaba solo. Estaba Gerald (al que le encantaba que le llamara Geraldo), tantas veces divorciado a pesar de su juventud, en realidad enamorado de Cuba. Estaba Luis, del que aprendí el vitalismo que habita en la excentricidad y el precio que hay que pagar por ella. Estaba la pequeña Arianne con sus demonios interiores. Estaba Peter (pronunciándose Pèta) con sus demonios interiores y su bote de spray negro. Estaba Uli con su irreprimible homosexualidad reprimida. Estaba Ricardo con su fabuloso Citroën 2CV, siempre sonriendo, siempre dispuesto. Estaba Anne con su hijo y sin el padre, que no estaba. Estaba Miguel y sus pinturas mexicanas. Estaba aquella chica que tenía los ojos iguales a los de la protagonista de ‘El resplandor’, con el mismo miedo, el mismo desconcierto. Estaba Leiko y su maternal respuesta a la enfermedad. Estaba Jose María, su tupida barba y su cincel, como un Miguel Ángel vasco fuera de lugar y de tiempo. Estaba Joao y su incontenibilidad hacia las mujeres. Estaba Suna, aunque la conocí aquí años mas tarde. Estaban Lothar con su mal humor y sus clases y Katharina con su buen humor y sus clases. Por allí estaba yo también, claro.

Hace nada comentaba con una amiga (esta conversación fue la que me llevó a escribir este post, que se me ha estirado de forma grosera) que Barcelona, con sus mas de millón y medio de habitantes sin contar las áreas metropolitanas, estaba llena de gente sola a diferencia de, por ejemplo, el pueblo de mi abuela materna. Por descontado que no quiero idealizar la visión de la vida rural, que personalmente evitaría por cualquier medio, muerte incluida. No creo que haya muchas personas por aquí, aunque alguna seguro que si, que lleguen a pasar cuatro días seguidos sin cruzar palabra con nadie pero si que es cierta la existencia del desarraigo masivo (del que participo) direccionado hacia las grandes urbes en pos de cumplir con ciertos objetivos profesionales y lúdicos o sencillamente con el propósito de huir y disolverse en la masa. Se podría considerar una descripción extensiva (que no extensa) y quizá justificante de este fenómeno la lapidaria sentencia de un personaje de ‘La posibilidad de una isla’ de Houellebecq: ‘nacemos solos, vivimos solos y morimos solos’.

Aquella novia que me odiaba (y que ya no me odia, no tanto porque volví de Alemania como porque ya no es mi novia) vive ahora en El puerto de Santa María, muy cerca de Rota, donde sospecho que sigue viviendo Benítez Reyes y donde mis padres no hace mucho se compraron un apartamento en primera línea de playa, donde huele al óxido que desprenden las farolas a causa del salitre marino que impregna el aire. En una pared del salón del apartamento tienen enmarcada y colgada una pintura que hice durante esas dos primeras semanas en Berlín, y que no se de donde sacaron, porque no recuerdo haberla traído de vuelta. Es un autorretrato en el que muy vagamente se distingue la que fue mi habitación. Una cama a ras de suelo, un jarrón azul con dos enormes flores de plástico naranja y un espejo en el que se ve una difusa figura con vaqueros y camiseta blanca, que soy yo. Yo entonces.

sábado, septiembre 23, 2006

El desprecio

El fin de semana pasado lo pasé escuchando El desprecio (Le Mèpris) de Godard. No es que tenga por costumbre ponerme de banda sonora casera películas de la nouvelle vague, en realidad ningún tipo de película, generalmente escucho música. Pero esta película tiene una composición métrica similar a una partitura, y suena bien. Sobre un fondo melódico de palabras francesas (la mayoría), inglesas y alemanas, se suceden dos composiciones de Georges Delerue (una de ellas reutilizada por Scorsese en Casino, recuerden el coche pasando por las gafas de sol de De Niro, mientras trata de prepararse mentalmente para la mas que posible muerte que viene con el) que se van espaciando por silencios de longitud similar a las mismas. Y si Delerue se repetía yo activaba en el windows media player la opción repeat y minimizaba la ventana para seguir alimentando mi vicio electrónico (o haciendo el amor con mi portátil, como dice alguien que yo me se) mientras las voces de Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Jack Palance y Fritz Lang inundaban de dudas y desencuentros el espacio sonoro de mi habitación.

Cuando le comenté esta extraña y espontánea conducta a mi amiga, que es la que hace el amor con su portátil, me llamó masoquista. Para ser masoquista hay que disfrutar con el sufrimiento propio y sufrir, lo que se dice sufrir, tampoco estaba sufriendo yo. Disfrutar si. Le comenté que lo que hacía era recrearme. No se puede estar todo el día de buen humor, no es sano. Tampoco es honrado, pero eso no me preocupa. Reconozco que me estoy poniendo algo crepuscular en los últimos posts, cosa que prometo compensar en breve. Soy un tipo débil, fácilmente influenciable, presa fácil de la publicidad, de las ofertas en rótulos chillones, de los testigos de Jehová. Y no lo iba a ser menos con la sugestión que parte del otoño, la lluvia, el frío y la memoria comparada (ya saben, hace un año, exactamente aquí…). Supongo que todo es una cuestión de pereza, o de indisciplina, en realidad me da igual.

Dicen que del amor al odio hay un paso. Generalmente hay más de uno, pero si es cierto que es un tránsito habitual. En “El desprecio” Godard utiliza tres pasos. Del amor desesperado a la aceptación. De la aceptación a la duda. De la duda al desprecio. La película parte de un texto de Moravia, una especie de novela-ensayo en la que se narra la historia de un matrimonio al tiempo que traza una parábola paralela sobre la relación de él con el arte y el dinero. Con el deseo, en definitiva. Godard juega metacinematográficamente (si se me permite la palabreja) con La Odisea. Se puede reconocer a Ulises-Piccoli (el artista), a Penélope-Bardot (ese quejumbroso objeto del deseo) y a Poseidón-Palance (el engreído rival). Todo enmarcado en la realización de una película sobre la obra de Homero que comienza siendo una obra de “arte y ensayo” planeada por el oráculo encarnado en el viejo Fritz Lang y acaba siendo un musical con chicas desnudas meneando el culo frente al mar por mor de los cambios exigidos por el productor Palance-Poseidón. Sin duda a Godard, que es todo un sátiro, le gustaba mucho más la segunda versión, pero se odiaba a sí mismo por sentir que estaba situado del lado de los que hubieran hecho la primera, la de arte y ensayo. Todo esto me hace recordar que a mi amigo Antonio, intelectual y gran consumidor de best sellers y superproducciones jolibudienses, le dio un ataque de risa el día que dije “soy el único intelectual de izquierdas que reconoce que no ha visto a Godard”. Era una mentira disparatada, pero reconozco que tenía su gracia. El patán de Wilde no hubiera llegado a decir algo parecido.

Si Ulises tardó siete años en llegar a Itaca es porque no tenía ganas de volver. No hay duda de que Odiseo era masoquista. Se entretuvo por el camino conociendo lotófagos, cíclopes, sirenas, dioses menores, lestrigones, capibarios y hechiceras. Me gusta imaginármelo después de todo eso y antes de ver a Penélope descendiendo una escalera y escupiéndole varios “je te méprise”, aferrado a su mástil tras ver como Jack Palance hacía zozobrar su barco con su tripulación al completo, pulsando la opción repeat en el windows media player con una mano y con la otra tratando de que no se le vuele el sombrero.

viernes, septiembre 22, 2006

Gran Concierto Nocturno

Anoche, en el momento en el que iba a acostarme, alguien llamó a mi timbre. Eran cerca de las tres de la madrugada. Hay pocas personas en esta ciudad que tengan confianza para hacer eso, o eso creía. Me alegré, siempre estoy dispuesto a compartir una copa a horas intempestivas pero también era cierto que en seis horas tenía que estar sentado, vestido y consciente en mi puesto de trabajo, por lo que me acojoné un poco precisamente porque siempre estoy dispuesto a compartir una copa a horas intempestivas. El timbre sonaba insistentemente, lo cual me inquietó un poco. Al descolgar me habló una voz con acento argentino, o uruguayo, que se yo, eran las 3 de la mañana:
-¿Luciana? - Preguntó la voz en tono desesperado.
-¿Qué? - Balbuceé desconcertado.
-¿Está Luciana? - Se ve que mi voz no correspondía a sus expectativas.
-No conozco a nadie con ese nombre - Y era verdad. ¿Quién coño era Luciana?. Conocí un Luciano una vez, un rockero depresivo y poco higiénico. Estuve por comentárselo, pero preferí dejar que se aclarara un poco antes.
Luciana, una arquitecta argentina- Insistió el pobre desgraciado. Lo primero que pensé es que un arquitecto debería vivir en un sitio mejor, así que me imaginé que Luciana era puta e iba diciendo por ahí que era arquitecta para que no la señalasen con el dedo índice, entonces la voz pertenecería a su chulo celoso o a un cliente encoñado o a un familiar heróico que poniéndose en una manifiesta posición de superioridad (si, patriarcal) trataba de darle lecciones de vida en tan propicias horas para la tragedia. En cualquier caso no pensaba tomarme una copa con el.

Si hubiera una puta en este edificio yo debería saberlo, pero la verdad es que no tengo mucha idea de quienes son mis vecinos. Conozco a las dueñas, un par de viejas ratas con una acumulación de antigüedades digna del peor síndrome de Diógenes. Conozco a mi vecino de planta, un viejo gruñón y desconfiado que se cree McGiver (teníais que ver mi instalación eléctrica) y que me presentaron como el primo de una de las viejas ratas, siendo en realidad su novio. Se que un par de plantas arriba hay un par de nórdicas algo rollizas que cuando he tratado de saludar han respondido con miradas temerosas e ininteligibles murmullos. Debo tener cara de típico violador ibérico. También se que hay un tipo que va siempre con gorra, por oscura que sea la noche, y creo que está liado con una de las nórdicas rollizas. Una vez entré en el piso de los de arriba, donde un grupo de estudiantes vive de forma hacinada, aunque no creo que lleguen a utilizar la técnica de la “cama caliente” (dormir por turnos, tres turnos diarios). De aquella teníamos una botella de vino francés bien caro pero no cómo abrirla. Mi amigo, un alemán muy sociable, me sugirió que preguntáramos a algún vecino por un sacacorchos. Yo, con tal de no forzar ninguna relación interpersonal, lo hubiera hecho con un cuchillo o con mis mismísimos dientes pero tenía invitados y me esforcé por guardar la compostura y accedí y subimos. Nos quedamos con ellos un buen rato, hablando de lo humano y de lo divino. Nos dijeron que montaban muchas fiestas y que nos invitarían y que que buen rollo conocernos. De esto hace diez meses, y nunca volví a saber de ellos. Ni a verlos por la escalera siquiera. A veces me gustaría pensar que se mudaron, pero tengo la triste sospecha de que no es así.

Traté de hacer entrar en razón al incómodo trasnochador:
-No me entendió usted, no conozco a nadie que se llame Luciana.
-¿Entonces no está en casa? - Dios, que pesadez de individuo.
-No, no está en esta casa
-¿Y donde vive entonces?
-Pues no lo se, no tengo la menor idea, no la conozco.
-¿En el segundo primera?
-Si, es muy posible.
-Entonces llamaré ahí mejor.
-Si, mucho mejor, y si no es ahí siga llamando a los demás, es un momento tan bueno como cualquier otro para hacerlo.

El triste noctámbulo se despidió dándome las gracias y yo me volví algo aturdido a tratar de cerrar los ojos un rato antes de irme a trabajar. Se ve que el tipo no estaba para ironías y siguió mi consejo al pie de la letra, así que me acosté escuchando un Gran Concierto Nocturno de Timbrazos. Notas de distintas frecuencias y amplitudes se sucedían mientras me abandonaba en el sueño. En ese duermevela descendente me dio por ponerme erudito y me puse a pensar que la mal llamada música clásica se sostenía sobre partituras donde se concretaban el ritmo y la melodía, a diferencia de la música experimental del ya pasado siglo XX, que tanto por la rama concreta como por la electrónica jugaba principalmente con la armonía y el timbre. El timbre es la cualidad del sonido que permite distinguir la fuente del mismo. Pensé que el timbre de aquel concierto tenía una fuente vitalmente desesperada, sexualmente explícita, ajena a la razón, al ridículo y a la cultura. Y me dormí dulcemente.

martes, septiembre 19, 2006

Despertares (un ataque de existencialismo de saldo lo tiene cualquiera)


suena un despertador / y el da la vida sin ser dios
Antonio Vega.

En mi habitación el frío del otoño entra por un cristal roto. No se porqué no me he preocupado de arreglarlo. En realidad si lo se, pero no voy a hablar de eso.

Lo primero que hago después de oir el despertador es abrir los ojos. Salir de la cama para ingresar en el mundo no siempre es agradable. No sería el primero en comparar el despertar con el nacimiento. Un parto diario. Mi madre dice que fuí un parto difícil, que no quería salir, que ya ahí se veía que el niño no era tonto. Después se pasó la vida diciéndome que aprovechara, que cuando creciera vendrían los problemas, que me iba a enterar de lo jodido que sería todo entonces. Ya debo haber crecido, porque hace años que no me lo dice. Pero todo eso (lo jodido) es después de despertar, o quizá un poco después de eso, al levantarse. En “La vida de las marionetas” de Bergman un diseñador de moda, homosexual y de mediana edad, habla frente a un espejo con los ojos cerrados. En su monólogo se presenta a sí mismo como un niño, se piensa como el niño que era cuando se conoció por primera vez, cuando comenzó a ejercer su conciencia. Pero abre los ojos y ve a un viejo. Un niño vestido de viejo. Un disfraz que trata de atenuar mediante cremas, de olvidar mediante alcohol y de combatir mediante sexo.

Durante una convalecencia en el hospital tuve los peores despertares de mi vida. Tras importantes dosis de nolotil soñaba con situaciones normales, cotidianas, ajustadas a las normas físicas y sociales que contienen a la realidad. Soñaba con lujo de detalles que comía con mis padres, que iba al cine con un amigo, que paseaba. El trauma del despertar consistía en constatar al abrir los ojos que todo aquello era imposible para mi, y que lo que restaba hasta los nolotiles de la noche era un día de mierda. A partir del tercer o cuarto día soñaba básicamente con sexo. La condición de mi frustración se había simplificado para mi y la sofisticación de los sueños de los primeros días se tornó en un básico mecanismo para contrarrestar el dolor del día con el placer de la noche. Pero esto es un caso extremo, y hubo muchos más despertares.

Si Wittgenstein proponía el ejercicio de preguntarse ¿es mía esta mano? (mirando cada uno su propia mano) yo solía cuestionarme la naturaleza del despertador, el primer objeto animado que veía cada día. No tenía grandes motivos para pensar que el despertador fuera mas ajeno a mí que mi propia mano, pero así lo hacía. No acababa de comprender la corporeidad del plástico, ni la procedencia del sonido, ni mucho menos el mecanismo que lo animaba. Tampoco comprendía el sentido de mis propias preguntas al respecto. Estaba claro que no me apetecía levantarme. Después me incorporaba y me quedaba mirando el suelo. El dibujo de los azulejos. Sus pequeños desperfectos, el desgaste sufrido durante muchos más años de los que yo llevaba en vida, los colores en su tiempo vitrificados en algún horno que jamás llegaría a conocer. Sabía que si seguía así no llegaría al desayuno. Ánimo, de cabeza a la piscina de la vida, esa piscina de agua congelada. Taza. Colacao. Azúcar. Hornillo. Cazo. Mechero. Leche. Remover. Una magdalena en la mano. ¿De donde salió esta magdalena?. ¿Cómo hemos llegado a esto?. Evidentemente así no hay quién comience el día.

Si a Proust la visión de una magdalena lo retrotraía inmediatamente a la infancia en un estímulo condicionado digno del perro de Pavlov, a mí mis magdalenas (quizá las de Proust tenían algo especial, o a lo mejor eran muffins) no me decían nada. No conozco a nadie que se haya leído los siete tomos que componen “En busca del tiempo perdido”, pero, al igual que yo, nadie pierde la oportunidad de recordar la dichosa magdalena. Episodio que, por otra parte, se narra en las primeras páginas del primer volumen, de las que yo tampoco pasé. El caso es que las magdalenas no me hablan. O no las entiendo. Un personaje de Cortázar delante de una biblioteca diría algo así como “cuantas palabras para un mismo desconcierto”, pero a mi ya me supera la magdalena. Imaginarme delante de una biblioteca recién despertado me produce vértigo.

Los ataques de desapego a la realidad continúan en el camino hacia donde toque, porque a estas alturas de la temporada siempre toca algo. El colegio, el instituto, la universidad, el trabajo. Las mismas ojeras, el mismo frío olor a humedad de la mañana, la misma mecánica resignada y complaciente dinamizada con alguna
cancioncilla martilleando en la cabeza. Cuando pienso en estos tránsitos siempre los veo como el mismo, como el mismo día incluso, como uno solo, hasta que uno llega al final del camino y abre los ojos ante el espejo y se pone a pensar que tiene que arreglar ese maldito cristal o por la mañana se levantará con un buen resfriado. Ningún gesto poético merece un resfriado.

martes, septiembre 12, 2006

11 de septiembre


El 11 de septiembre de 2001 cayó en martes. Yo me levanté tarde y algo resacoso, como de costumbre. Estaba ya en la recta final de mis vacaciones antes de comenzar mi último año de carrera. Aquellas eran, pues, mis últimas vacaciones universitarias, esos períodos de descanso estival que se extendían mas allá de los cuatro meses y que uno trataba de aprovechar buscando actividades que comportaran los más diversos estímulos nerviosos como viajar sin dinero, trabajar de cosas absurdas en países absurdos, acostarse con chicas, enamorarse de chicas, beber en exceso, probar drogas o realizar alguna actividad solidaria (asistiendo a algún campo de trabajo, por ejemplo) con la única y verdadera intención de viajar sin dinero, trabajar de cosas absurdas en países absurdos, acostarse con chicas, enamorarse de chicas, beber en exceso y probar drogas. También podías resignarte a ver la tele y dejar que el tiempo pasara plácidamente. Yo, que ya había disfrutado suficiente de algunas de las bondades de la primera opción, me senté en el sofá y encendí la tele esperando a que mi madre pusiera la comida.

Estaba en todos los canales, excepto en la cadena local C47 en la que la bruja Lola, en un asombroso acto de insumisión, seguía jugando con su tarot. Primero decían que era un incendio, pero llegó el segundo avión. Después el pentágono, y los aviones perdidos. Increíble. No creo que fuera el único que sintió que estaba viendo uno de esos telefilmes americanos (¿de donde si no?) catastrofistas y, hasta este día, exagerados. Pero también me di cuenta de que no era un telefilme por la forma en la que había sido rodado, por la estructura del guión y por el metraje. Recordé las implícitas presunciones panópticas en la repetición secuenciada y continua de todos los planos posibles recientemente viendo un video de Steve McQueen (no, no es el actor) ideado a partir de un gag de Buster Keaton. La fachada de una casa prefabricada cae sobre el imperturbable artista que sale ileso al estar colocado justo en el punto correspondiente al vacío dejado por la ventana. El video muestra una secuencia de tomas del suceso desde los lugares más dispares. La diferencia con el 11S es que nadie estaba avisado de donde había que colocarse. Ni siquiera la televisión.

No recuerdo que puso mi madre de comer, pero pasé todo el día delante de la tele. Mis padres y mi hermano, que tenían ocupaciones "reales", me espetaban de cuando en cuando un “que vidorra te pegas”, mientras yo aliviaba mi inexistente complejo de culpa manteniéndolos al día del estado de las cosas.
- Dicen que igual se cae una de las torres.
- Eso es imposible
La incredulidad referida a eventos que a uno no le atañen directamente se vence con inesperada facilidad. Sin duda estamos bien entrenados para ello. Telediarios a la hora de la comida, crimen en el telediario, guerra en el telediario, desastres naturales en el telediario, comida tres veces al día. Es una obviedad, pero no creo que esté de mas recordarlo.

Aquella noche, como de costumbre, salí con unos amigos por La Alameda. Había un cierto sabor a euforia en el ambiente. En una pared vimos una pintada que rezaba “Yo también soy talibán”. Había muchos jóvenes con pañuelos palestinos al cuello, generalmente combinados con camisetas negras de grupos de heavy metal. Pedimos dos lotes de JB con Coca cola. En un momento dado alguien puso una botella junto a la otra, ya vacías, y les lanzó un avioncito de papel entre las risas y los aplausos del personal.

Otro 11, pero de marzo del 2004, la carnicería se dio en Atocha, en el corazón de Madrid. En ese momento yo estaba adormilado en un vagón de tren regional exactamente igual a los que estallaron, pero en otra ciudad. El baño de realidad estuvo mas cerca ahí, pero todos acabaron contestando al teléfono.

Yo prefiero acordarme del 11 de septiembre de 2003, que caía en sábado, y que fue el primer día que pisé Barcelona y también el día que empecé a vivir en Barcelona. Una ciudad que, curiosamente, tiene dos enormes edificios con vistas al mar conocidos como las torres gemelas, bajo las cuales las aglomeraciones de gente no huelen a miedo, ni a cenizas, ni a muerte. Como apuntó Bolaño, huelen a crema bronceadora, el olor de la civilización.

martes, septiembre 05, 2006

La canción del verano


Cada vez que vuelvo de un viaje tengo la desagradable sensación de que nada ha cambiado. Cada vez que voy también. El asunto toma cierta gravedad en vacaciones, cuando la gestión del tiempo libre es una práctica institucionalizada, ritual y obligatoria. La gravedad se torna en situación de desesperanza crítica cuando la gestión implica reencuentros con familiares y amistades generalmente abandonados durante el resto del año.

Durante ese resto-del-año pasan cosas. La vida consiste en eso, a uno le van pasando cosas en las que uno tiene mayor o menor responsabilidad hasta que un día sucede la única cosa que desde el principio sabías que seguro iba a suceder. “This journey to death”, que decía el cura de Nortfolk. Esas cosas del resto-del-año, tras un filtro adecuado, pueden resultar “interesantes”. Solía realizar balances de este tipo mientras hacía la maleta o en el trayecto de autobús. Había un cierto entusiasmo en la perspectiva de narrar esas apasionantes historias a aquellos que no pudieron compartirlas conmigo, en demostrar lo que me había cambiado la vida, en subrayar (para qué nos vamos a engañar, la carne del ego es débil y trata de aprovechar la mínima oportunidad) que me había vuelto “un tipo interesante”. También, aunque en menor medida, de realizar un ejercicio recíproco hacia el receptor, una vaga esperanza de interlocución. Llega el momento del reencuentro, han pasado 6 meses, un año o 5 años. La conversación se acaba mucho antes de lo esperado.
- ¿Tu que tal?
- Bien, ¿y tu?
- También.

La distancia separa, y mucho. Viajar sirve para constatar la brecha producida. Uno puede ir a Sumatra, por ejemplo, y darse cuenta de que no tiene forma humana posible de establecer una comunicación con el personal autóctono (esos seres bajitos y amarillentos) que exceda básicos parámetros comerciales. En caso de llevar compañía el viajero (algún día habrá que tomar la romántica discusión de “viajeros vs turistas”) se dedicará a fotografiarlos con cierto espíritu botánico y a recolectar objetos exóticos que puedan decorar la mesilla de noche o el extractor de humos de la cocina. En caso contrario desesperará por encontrar algún compatriota (generalmente alguien con el que se comparte el paquete turístico) con el que poder burlarse en voz baja de esos pobres y ridículos chinitos y con el que poder recordar la gastronomía del país común, siempre mucho mejor. En caso de estar absolutamente solo (viajes de trabajo, de turismo sexual o mixtos) únicamente le quedarán las barras de bar y los servicios de prostitución local para establecer cierto contacto humano. Viajar fomenta el racismo.

No se si es necesario apuntar, pero lo apunto, que cuando hablo de distancia no hablo de kilómetros o de otras alternativas al sistema métrico decimal, aunque Sumatra no le debe quedar cerca a nadie. La distancia, como todo de lo que merece la pena hablar, es una construcción cultural y, por ello, relativa. La cita trágica correlativa: el título de aquella película de Wim Wenders: “Far away, so close”. Grandes ciudades separadas en el globo por kilómetros, idiomas y balances monetarios, y sin embargo poderosamente homogeneizadas gracias a los efectos de la globalización del mercado y, por ende, de la cultura.

Llevo ya una semana en Barcelona y todavía no he sido capaz de deshacer la maleta del todo. Aún quedan dentro la toalla de la playa, la plancha que con tanta ilusión me regaló mi madre (y que veremos si llegaré a estrenar) y unos botines aún sucios de esa especie de cieno que se forma al mezclarse alcohol, tierra, vómitos y cigarrillos. Una última noche de evasión, confesiones impenitentes e incómodas despedidas. Ahora toca volver a empujar la rueda.