El Dorado
La noche anterior al domingo, justo antes de salir por la puerta, saqué una dorada a descongelar.
La verdad es que no fue una buena semana. La somatización fue alimenticia. La dieta se redujo a latas de atún, mayonesa, pan de molde, tabaco y pastillas (las del botecito amarillo para aguantar el día, las del azul para no tener que aguantar la noche). El fin de semana, donde se sumaron los habituales consumos nocturnos, acabó de sumirme en un estado depresivo, una semi-inconsciencia nihilista del que sabe que no hay nada más fácil que estar vivo y que no tiene mayor sentido tratar de hacer nada productivo con el tiempo propio. Para qué usurpármelo yo, ya se encargarán de eso el lunes.
El domingo me encontré con ese intento de chaleco salvavidas en forma de dorada descongelada producto de mi tan espontáneo como ingenuo acto de disciplina. Limpié la cocina, la nevera y los cacharros. Corté un tomate en rodajas de un dedo de anchura, dos patatas con la (aproximadamente) mitad de ese grosor y una cebolla en aros. Con medio dedo de aceite de oliva en la fuente, coloqué primero el fondo de patatas, después los tomates y finalmente los aros para acabar salando y metiéndolo todo en el horno que previamente había encendido para que fuera tomando temperatura. Puse la dorada en la tabla y la abrí en canal. Inmediatamente se derramaron sus vísceras. En vano traté de entender como esa viscosa masa podía haber funcionado como un mecanismo que le otorgara vida al animal. Por su tamaño (pequeño) deduje que había sido criada en una piscifactoría, hacinada con otras criaturas similares entre paredes de cemento. Tiré las vísceras a la basura, lavé el pez, lavé mis manos y abrí una cerveza. Esperé a que el fondo se hiciera un poco, abrí el horno y, tras sazonarla, puse la dorada en la fuente. No le quité la cabeza. Al fin y al cabo iba a comer sólo y no tendría que disculparme (como John Huston en Chinatown) por mi gusto por servir el animal entero.
Una vez pesqué una trucha. Yo era niño. Fue en una pequeña piscifactoría que tenía mi tío a las afueras de un pequeño pueblo de El Bierzo. El agua literalmente bullía de peces. Yo prefería ir a ver el buitre que tenían escondido y amarrado en el ático del caserón, pero me pusieron una caña en la mano y me limité a aguantarla. A veces la movía un poco. Tardó más de lo esperado pero uno de los peces acabó mordiendo y lo saqué del agua como pude. El animal se asfixiaba mientras todos me felicitaban. Nada hubiera sido más difícil que no pescarla.
Me quedé mirando al pescado mientras se enfriaba. La verdad es que no tenía mucha hambre.